El cuarto ocupado: La llegada de mi sobrino

—¿Y ahora qué hago con este pibe? —me pregunté, apretando la taza de mate entre las manos mientras miraba por la ventana de la cocina. El viejo Renault 12 azul, con más abolladuras que pintura, se detuvo frente al portón. Julián bajó despacio, arrastrando dos mochilas enormes y una bolsa deportiva. Tenía la misma mirada cansada que su madre, mi hermana Lucía, cuando llegó a Buenos Aires hace veinte años buscando una vida mejor.

—¡Tía Marce! —gritó Julián desde la vereda, forzando una sonrisa que no le llegaba a los ojos.

Me sequé las manos en el repasador y salí a recibirlo. El barrio de Villa Lugano estaba más ruidoso que nunca: bocinazos, perros ladrando, el olor a pan recién horneado mezclado con el humo de los colectivos. Sentí una punzada en el pecho. Ese cuarto que ahora iba a ocupar Julián era mi único refugio desde que me separé de Raúl. Allí guardaba mis libros, mis fotos viejas, los recuerdos de una vida que parecía desmoronarse cada vez que abría la puerta.

—Pasá, hijo, no te quedes ahí parado —le dije, tratando de sonar amable.

Entró sin decir mucho. Dejé que subiera solo las cosas al cuarto. Me quedé en la cocina, escuchando cómo sus pasos hacían crujir la madera del piso. Pensé en Lucía, en cómo me llamó hace dos semanas llorando porque Julián había dejado la facultad y se estaba juntando con gente rara. «No puedo con él, Marce. Te lo mando unos meses, a ver si vos podés hacer algo», me dijo. Como si yo fuera una especie de salvadora.

Esa noche cenamos en silencio. Julián apenas probó el guiso de lentejas. Yo tampoco tenía hambre. La televisión murmuraba noticias de siempre: inflación, robos, promesas políticas vacías. Cuando me animé a romper el hielo, él ya estaba mirando el celular.

—¿Y qué pensás hacer ahora? —pregunté.

—No sé, tía. Buscar laburo, supongo —respondió sin mirarme.

—Acá no es fácil conseguir nada —le advertí—. Pero si te esforzás…

—Ya sé —me interrumpió—. No hace falta que me des lecciones.

Me mordí la lengua para no decirle lo que pensaba. Que yo también había llegado a esa casa sin nada, escapando de un marido violento y una vida que no era mía. Que cada rincón de ese departamento lo había peleado con sudor y lágrimas. Pero me callé. ¿Para qué? Los chicos de ahora creen que todo se les debe.

Pasaron los días y Julián apenas salía del cuarto. Yo trabajaba limpiando casas en el centro y volvía agotada. A veces lo escuchaba llorar por las noches. Otras veces discutía por teléfono con alguien. Una tarde lo encontré sentado en el balcón, mirando el atardecer sobre los techos grises del barrio.

—¿Te pasa algo? —pregunté, sentándome a su lado.

—Extraño a mi vieja —dijo bajito—. Y a papá… aunque nunca estuvo mucho.

Me quedé callada. Yo también extrañaba a Lucía, aunque hacía años que nuestra relación era distante. Desde que mamá murió y papá se fue con otra mujer, la familia se desmoronó como un castillo de naipes.

—¿Por qué todo tiene que ser tan difícil? —soltó Julián de golpe—. ¿Por qué siempre estamos peleando por un pedazo de espacio?

No supe qué responderle. Miré mis manos ásperas, llenas de cicatrices del trabajo y la vida dura.

Esa noche soñé con mamá. Me decía: «No te olvides de cuidar a los tuyos, Marce». Me desperté llorando como una nena.

Al día siguiente le propuse a Julián acompañarme a limpiar una casa en Belgrano. Al principio refunfuñó, pero terminó aceptando. En el colectivo íbamos apretados entre gente cansada y resignada. Le conté historias del barrio, de cuando era chica y jugábamos en la vereda hasta tarde sin miedo.

En la casa donde trabajaba nos recibió doña Rosa, una señora mayor que siempre me daba galletitas para llevarme a casa. Julián limpió los vidrios sin protestar. Al final del día doña Rosa le dio cien pesos y un abrazo.

—Gracias por ayudar a tu tía —le dijo—. Los jóvenes como vos tienen que aprender a pelearla.

En el viaje de vuelta Julián estaba más animado.

—¿Siempre fue así de duro para vos? —me preguntó.

—Sí —le respondí—. Pero uno se acostumbra. Y aprende a valorar lo poco que tiene.

Esa noche cocinamos juntos milanesas con puré. Por primera vez en semanas reímos un poco. Me contó que en Córdoba tenía amigos que se metieron en cosas feas: drogas, robos… Que él no quería terminar igual pero no sabía cómo salir del pozo.

—No sos como ellos —le dije—. Tenés otra oportunidad acá.

Los días siguientes fueron mejores. Julián empezó a buscar trabajo en almacenes y ferreterías del barrio. A veces volvía frustrado porque nadie quería tomar a un pibe sin experiencia. Pero no se rindió.

Un sábado apareció Lucía sin avisar. Entró hecha un torbellino, abrazó fuerte a Julián y me miró con lágrimas en los ojos.

—Gracias por cuidarlo —me dijo—. No sé qué haría sin vos.

Nos sentamos las tres generaciones en la mesa: madre, hijo y tía-hermana-madre sustituta. Hablamos largo rato sobre el pasado, los errores y las heridas abiertas.

—Perdoname por haberte dejado sola tanto tiempo —me dijo Lucía—. No sabía cómo acercarme después de todo lo que pasó con papá…

Lloramos juntas como cuando éramos chicas y compartíamos la cama en invierno para no pasar frío.

Julián nos miraba en silencio, como si entendiera por fin de dónde venía todo ese dolor acumulado.

Al final Lucía se fue prometiendo volver más seguido. Julián decidió quedarse conmigo hasta fin de año para terminar el secundario nocturno y buscar un trabajo fijo.

El cuarto ya no era solo mío ni solo suyo: era nuestro refugio compartido contra el mundo hostil allá afuera.

A veces me pregunto si algún día podremos sanar todas las heridas familiares o si estamos condenados a repetir los mismos errores generación tras generación… ¿Ustedes qué piensan? ¿Es posible reconstruir una familia rota o solo aprendemos a vivir entre los escombros?