Entre las paredes de la herencia: el precio de seguir siendo familia
—O vendemos la casa de mamá y papá, o dejamos de ser familia —me soltó Lucía, mirándome con esos ojos oscuros que siempre supieron herirme más que cualquier palabra.
No tuve tiempo ni de dejar las llaves sobre la mesa. El eco de su ultimátum retumbó en el pasillo, entre las fotos descoloridas y los muebles que aún olían a café y a domingos de infancia. Sentí que el aire se volvía más denso, como si la casa misma supiera que estaba a punto de ser traicionada.
—¿De verdad vas a poner eso sobre la mesa? —le respondí, con la voz temblorosa, pero sin apartar la mirada. Afuera, el sol se colaba por las persianas rotas, iluminando el polvo que bailaba en el aire, como si los recuerdos se negaran a asentarse.
Lucía cruzó los brazos. Siempre tan firme, tan práctica. Yo era la que lloraba en los velorios y guardaba cartas viejas en cajas de zapatos. Ella, la que resolvía todo con números y listas. Pero esta vez, su frialdad me dolió como nunca.
—No podemos seguir así, Mariana. La casa está cayéndose a pedazos. No tenemos plata para arreglarla. Yo ya no puedo más —dijo, y por un instante vi el cansancio en su rostro, ese cansancio que solo da la vida cuando te exige más de lo que puedes dar.
La casa… Nuestra casa en el barrio San Martín, en las afueras de Córdoba. Donde mamá cocinaba locro cada 25 de mayo y papá arreglaba bicicletas para los vecinos. Donde aprendimos a bailar cuarteto en la cocina y a rezar cuando los truenos sacudían las ventanas.
—¿Y si la vendemos? ¿Qué nos queda? —pregunté, casi en un susurro.
Lucía suspiró. —Nos queda lo que siempre tuvimos: nosotras. Pero si seguimos peleando por esto, ni eso va a sobrevivir.
La verdad era que hacía meses discutíamos por todo: por el dinero del seguro, por los muebles, hasta por quién se quedaba con el perro viejo que aún dormía en el patio. La muerte de nuestros padres había dejado un hueco imposible de llenar y una herencia que parecía más una maldición que un regalo.
—¿Y si la alquilamos? —intenté negociar, buscando una salida menos dolorosa.
—¿A quién? ¿Quién va a querer vivir en este barrio ahora? —me cortó Lucía, con esa dureza que usaba para protegerse del dolor.
La inseguridad había crecido. Las noches ya no eran tranquilas y los vecinos se habían ido mudando poco a poco. La casa era un ancla al pasado, pero también un peso imposible de cargar solas.
Me senté en el sillón donde papá leía el diario cada mañana. Sentí el crujido de los resortes y las lágrimas amenazaron con salir. Recordé la última Navidad juntos: mamá riendo, papá contando historias de cuando era niño en Tucumán, Lucía y yo peleándonos por quién lavaba los platos. ¿Cómo habíamos llegado a esto?
—¿Te acordás cuando nos escondíamos bajo la mesa para escuchar las conversaciones de los grandes? —intenté suavizar el momento.
Lucía sonrió apenas, pero enseguida volvió a endurecerse.
—Eso ya fue, Mariana. Ahora tenemos que pensar en nosotras. Yo tengo dos hijos que mantener sola. No puedo seguir viniendo todos los fines de semana a limpiar o a espantar a los pibes que se meten al patio —dijo, y sentí una punzada de culpa por no estar tan presente como ella.
—¿Y si nos arrepentimos después? —insistí, aferrándome a la esperanza de que aún podíamos encontrar otra solución.
—Peor sería arrepentirnos de habernos perdido como hermanas —me respondió, bajando la voz por primera vez.
El silencio se instaló entre nosotras. Afuera, un perro ladraba y el olor a pan recién horneado llegaba desde la panadería de la esquina. Todo seguía igual y todo había cambiado.
Me levanté y recorrí la casa: el cuarto donde compartimos secretos y miedos; la cocina donde mamá me enseñó a hacer empanadas; el patio donde papá plantó un limonero que aún resistía las tormentas. Cada rincón era una herida abierta.
Volví al living y encontré a Lucía mirando una foto nuestra: dos nenas abrazadas, sonrientes, sin saber nada del dolor que vendría después.
—¿Te acordás cuando prometimos nunca separarnos? —le pregunté, con la voz quebrada.
Lucía asintió y por primera vez vi lágrimas en sus ojos.
—Pero nadie nos enseñó cómo seguir juntas cuando todo se rompe —susurró.
Nos abrazamos largo rato, llorando por lo perdido y por lo que aún podíamos salvar. Sabíamos que vender la casa era cerrar un capítulo, pero también abrir otro donde tal vez podríamos volver a encontrarnos como hermanas, sin el peso del pasado aplastándonos.
Al final, firmamos los papeles unos meses después. El día que entregamos las llaves, nos quedamos paradas frente a la puerta, en silencio. Sentí que algo dentro mío se rompía y al mismo tiempo se liberaba.
Ahora vivo lejos de esa casa, pero cada vez que paso por una esquina parecida o huelo locro en alguna feria barrial, siento que mis padres siguen conmigo. Y aunque la herencia nos puso a prueba como familia, aprendí que lo importante no es lo que dejamos atrás, sino lo que somos capaces de reconstruir juntas.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias más se rompen por una herencia? ¿Vale la pena perderlo todo por cuatro paredes? ¿O tal vez hay cosas que solo podemos soltar para volver a encontrarnos?