Cuando la pensión se convierte en promesa: una historia de amor y desengaño familiar

—Abuela, cuando te den tu pensión, yo me quedo contigo para siempre—.

Las palabras de Mateo, mi nieto de diecisiete años, retumban en mi cabeza mientras observo el cerro frente a nuestra casa. Es ese mismo cerro donde cada tarde los vecinos se reúnen con sus hijos, donde los gritos de alegría se mezclan con el olor a tierra mojada y el bullicio de la vida cotidiana en nuestro barrio de Tegucigalpa. Pero hoy, mientras el sol cae detrás de las casas humildes y los niños ruedan colina abajo, siento que el peso de los años me aplasta más que nunca.

Mateo siempre fue mi debilidad. Desde que su madre, mi hija Maribel, se fue a San Pedro Sula buscando trabajo y nunca volvió, él quedó bajo mi cuidado. Su padre, un hombre ausente y dado al trago, apenas aparece para pedir dinero o dejar promesas vacías. Así que Mateo y yo nos hicimos compañía en la soledad de nuestra casa de paredes descascaradas y patio polvoriento.

Recuerdo la primera vez que escuché esa promesa. Fue hace dos años, cuando la noticia de que pronto recibiría mi pensión corrió como pólvora por la familia. Mi hermana Lucía vino a visitarme solo para preguntar cuánto sería el monto mensual. Mi hijo menor, Ernesto, me llamó después de meses de silencio, preguntando si podía ayudarle con una deuda. Pero fue Mateo quien se sentó a mi lado en el corredor y me miró con esos ojos grandes y sinceros:

—Abuela, no te preocupés. Cuando te den tu pensión, yo me quedo aquí contigo. No te voy a dejar sola como los demás.

En ese momento sentí que todo el sacrificio valía la pena. Que los años lavando ropa ajena, cocinando para otros y aguantando humillaciones no habían sido en vano. Pero la vida tiene formas crueles de enseñarnos lecciones.

La espera por la pensión fue larga y desgastante. Cada mes iba al Instituto Hondureño de Seguridad Social con mis papeles arrugados bajo el brazo, haciendo fila desde las cinco de la mañana entre ancianos cansados y funcionarios indiferentes. Mientras tanto, Mateo empezó a cambiar. Se juntaba con muchachos del barrio que no me gustaban; llegaba tarde o no llegaba. A veces encontraba su cama vacía y el corazón se me encogía pensando lo peor.

Una tarde lo enfrenté:

—Mateo, ¿dónde has estado? Ya ni cenás conmigo.

—Abuela, no estés fregando. Ya estoy grande—me respondió sin mirarme.

Me dolió más que cualquier golpe. Pero seguí esperando. Cuando finalmente llegó la carta confirmando mi pensión, sentí una mezcla de alivio y miedo. ¿Y si ahora sí se cumplía la promesa? ¿Y si todo cambiaba?

El primer mes cobré el dinero y compré comida buena: carne para guisar, frutas frescas, hasta un pastelito para celebrar. Llamé a Mateo para cenar juntos.

—Mirá todo lo que compré, hijo. Ahora sí vamos a estar mejor.

Él apenas probó bocado y salió apurado diciendo que tenía que ver a unos amigos.

Los días pasaron y la casa seguía igual de vacía. Empecé a notar que faltaba dinero en mi monedero. Al principio pensé que era mi memoria, pero luego lo vi: Mateo sacando billetes mientras creía que yo dormía la siesta.

—¿Por qué hacés esto?—le pregunté una noche entre lágrimas.

—Es solo un poco, abuela. Es para ayudar a un amigo…—me dijo sin poder sostenerme la mirada.

La verdad era otra: las malas compañías lo habían arrastrado a cosas peores. Una tarde llegaron dos policías preguntando por él. Me temblaban las manos mientras les decía que no sabía dónde estaba. Esa noche no dormí esperando escuchar su llave en la puerta.

Pasaron semanas sin noticias hasta que una vecina me contó que lo habían visto en una casa abandonada del barrio El Edén. Fui hasta allá con el corazón en la boca. Lo encontré tirado en un colchón sucio, rodeado de muchachos con ojos perdidos.

—Mateo, vámonos a casa—le supliqué.

Él apenas murmuró:

—No puedo, abuela… No quiero que me veás así.

Lo abracé fuerte, sintiendo su cuerpo flaco y tembloroso. Lloré como no lloraba desde que Maribel se fue. Lo llevé a casa esa noche y le preparé sopa caliente. Me prometió cambiar, buscar trabajo, volver a estudiar. Pero las promesas ya no tenían el mismo peso.

La familia empezó a murmurar: que si yo tenía la culpa por consentirlo tanto; que si la pensión era una maldición; que si mejor lo mandaba lejos antes de perderlo del todo. Lucía vino otra vez:

—Rosa Elena, ese muchacho solo te va a traer desgracias. Mejor guardá tu dinero para vos.

Pero ¿cómo hacer eso cuando es tu sangre? ¿Cómo darle la espalda al único ser que te queda?

Hoy miro el cerro desde mi ventana mientras los niños juegan y las madres conversan animadas. Mateo está encerrado en su cuarto; apenas sale para comer algo o pedir dinero para el bus. A veces lo escucho llorar en silencio y me duele más que cualquier enfermedad o soledad.

Me pregunto si hice bien en creer en esa promesa ingenua; si la pensión fue bendición o condena; si algún día Mateo encontrará el camino de regreso a sí mismo y a mí.

¿Será cierto que el dinero puede cambiarlo todo? ¿O será que al final solo nos queda el amor —aunque duela— para sostenernos cuando todo lo demás se derrumba?

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Hasta dónde llega el amor por un nieto cuando se mezcla con la decepción y el miedo?