El amor que engaña: la historia de Mariana y Julián

—¿Por qué no me mira? —me pregunté mientras apretaba el vaso de cerveza con tanta fuerza que temí romperlo. El bullicio del cumpleaños de mi prima Camila apenas lograba distraerme. Julián estaba ahí, a solo unos metros, riéndose con mis primos, ajeno a mi presencia, como si yo fuera una sombra más en la terraza iluminada por las luces de colores.

No era la primera vez que sentía ese nudo en el estómago. Desde que Julián llegó al barrio, con esa sonrisa fácil y el cabello revuelto, algo en mí se encendió. No podía dejar de pensar en él. Cada vez que pasaba cerca, mi corazón se aceleraba y mi voz temblaba. Me convencí de que era amor, de ese que te quita el sueño y te hace escribir poemas en servilletas.

—Mariana, ¿me ayudas con los vasos? —me llamó mi mamá desde la cocina.

Fui casi corriendo, esperando que Julián notara mi apuro o al menos me mirara de reojo. Pero nada. Ni una mirada, ni un gesto. Solo su risa, tan contagiosa, tan lejana.

Esa noche, después de la fiesta, me miré al espejo y desabotoné el primer botón de mi blusa. «Quizás así me vea diferente», pensé. Al día siguiente, busqué cualquier excusa para pasar por la tienda donde él trabajaba. Compré pan aunque en casa había suficiente para una semana.

—Hola, Julián —dije con mi voz más dulce.

—Hola, Mariana —respondió él, sin levantar la vista del mostrador.

Sentí un calor incómodo en las mejillas. ¿Por qué no me veía? ¿Por qué no notaba todo lo que hacía por él? Empecé a buscar pretextos para hablarle: le pregunté por el clima, por el partido de fútbol del domingo, hasta por la receta del guacamole que su mamá preparaba en las reuniones del barrio.

Pero nada funcionaba. Él siempre amable, siempre correcto, pero distante. Mientras tanto, mis amigas me decían:

—Mariana, no te desgastes. Si no te busca, es porque no le interesas.

Pero yo no podía rendirme. Me convencí de que si me esforzaba más, si cambiaba algo de mí, él se fijaría en mí. Empecé a maquillarme más, a usar ropa ajustada, a reírme fuerte cuando él estaba cerca. Incluso llegué a escribirle mensajes anónimos en Facebook, esperando que adivinara que era yo y se sintiera intrigado.

Una tarde, mientras ayudaba a mi tía a preparar tamales para la fiesta patronal, escuché a Julián hablando con mi primo Diego en el patio.

—¿Y Mariana? —preguntó Diego.

—Es buena onda —dijo Julián—, pero no es mi tipo. Además, creo que está muy encima de mí.

Sentí como si me hubieran vaciado un balde de agua fría en la espalda. Me encerré en el baño y lloré en silencio. ¿No era suficiente? ¿Qué tenía que hacer para ser «su tipo»?

Los días siguientes fueron una tortura. Cada vez que lo veía, sentía vergüenza y rabia conmigo misma. Pero aún así, seguía buscándolo con la mirada, esperando un milagro.

En casa las cosas tampoco ayudaban. Mi mamá empezó a notar mi tristeza y me preguntó:

—¿Te pasa algo con Julián?

—No es nada —mentí.

Pero ella insistió:

—Mira, hija, uno no puede forzar el amor. Si ese muchacho no te ve como tú quieres, mejor sigue adelante.

No quería escucharla. Me aferré a la idea de que el amor era lucha y sacrificio. Que si insistía lo suficiente, él terminaría enamorándose de mí.

Una noche, después de una reunión familiar donde Julián ni siquiera se despidió de mí al irse, exploté frente a mi hermana menor.

—¿Por qué no me quiere? ¿Qué tengo de malo?

Ella me abrazó y me dijo:

—No tienes nada de malo. Solo que a veces confundimos lo que sentimos con lo que realmente es.

Esa frase me quedó dando vueltas en la cabeza. ¿Y si no era amor lo que sentía? ¿Y si solo era una obsesión alimentada por mi necesidad de sentirme especial?

Empecé a observarme desde fuera: mis intentos desesperados por llamar su atención, mis cambios de humor cuando él estaba cerca o lejos, mi tristeza cuando no recibía ni una señal suya. Me di cuenta de que había dejado de ser yo misma para convertirme en alguien que ni siquiera reconocía.

Un domingo por la tarde, mientras veía llover desde la ventana de mi cuarto, recibí un mensaje inesperado: era Julián.

«Hola Mariana, ¿puedes ayudarme con unas cosas para la kermés del barrio?»

Mi corazón dio un brinco. Corrí a arreglarme y llegué al salón comunal con una sonrisa enorme. Pero durante toda la tarde él apenas me habló; estaba ocupado organizando los juegos y hablando con todos menos conmigo.

Al final del día, mientras recogíamos las mesas, me armé de valor:

—Julián… ¿te puedo preguntar algo?

Él asintió sin dejar de acomodar los vasos.

—¿Alguna vez pensaste en mí… como algo más que una amiga?

Se quedó callado unos segundos y luego dijo:

—Mariana… eres una gran persona, pero yo no siento eso por ti. No quiero darte falsas esperanzas.

Sentí cómo se rompía algo dentro de mí. Pero también sentí alivio. Por fin tenía una respuesta clara.

Esa noche lloré mucho. Pero al día siguiente decidí dejar de buscarlo. Volví a hacer las cosas que me gustaban: leer novelas románticas bajo el árbol del parque central, salir con mis amigas sin esperar encontrarlo en cada esquina, ayudar a mi abuela en el mercado sin pensar si él pasaría por ahí.

Poco a poco fui recuperando mi alegría y entendí que el amor verdadero no se mendiga ni se fuerza. Aprendí a quererme más y a dejar ir lo que no era para mí.

Hoy miro atrás y me pregunto: ¿cuántas veces confundimos el deseo o la necesidad de ser amados con el amor real? ¿Cuántas veces nos perdemos a nosotros mismos persiguiendo algo que nunca fue nuestro?

¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que el amor los engañó? ¿Qué harían si estuvieran en mi lugar?