Cinco años bajo el mismo techo: la sombra de Mariana
—¿Por qué no podemos decirle que busque otro lugar, Julián? —le susurré mientras escuchábamos el motor del taxi apagarse frente a la casa. Mi corazón latía tan fuerte que temí que Mariana lo escuchara desde afuera.
Julián me miró, cansado, con esa mezcla de culpa y resignación que ya le conocía. —Es solo por un tiempo, Sofía. Es familia. ¿Qué quieres que haga? ¿Dejarla sola en una ciudad que ni conoce?
No respondí. La puerta se abrió y Mariana entró, arrastrando una maleta vieja y una mochila con parches de bandas que no reconocía. Tenía diecinueve años, los ojos grandes y una sonrisa nerviosa. Me abrazó como si fuéramos amigas de toda la vida, pero yo sentí el frío de la distancia en ese gesto.
El primer mes fue un desfile de pequeñas incomodidades: la ropa mojada sobre la cama, los platos sucios en el fregadero, el volumen de la música a medianoche. Pero lo peor era la sensación de que mi espacio, mi refugio, ya no me pertenecía. Julián intentaba mediar, pero siempre terminaba del lado de Mariana. «Está acostumbrándose», decía. «Recuerda cómo era cuando llegaste tú a la ciudad».
Pero yo no tenía a nadie que me defendiera entonces. Yo aprendí a golpes y lágrimas a sobrevivir en esta ciudad caótica, donde los buses nunca pasan a tiempo y los vecinos te miran con desconfianza si no eres «de aquí». Mariana tenía todo servido: comida caliente, cama limpia, y dos adultos dispuestos a aguantar sus desplantes.
Una noche, mientras lavaba los platos, escuché a Julián y Mariana reírse en la sala. Me asomé y los vi compartiendo una cerveza, hablando de música y política. Sentí una punzada de celos, no porque temiera perder a Julián, sino porque sentía que mi lugar en su vida se desdibujaba.
—¿Te molesta que me lleve bien con ella? —me preguntó Julián esa noche, cuando notó mi silencio.
—Me molesta sentirme invisible en mi propia casa —le respondí, con la voz quebrada.
Las cosas empeoraron cuando Mariana empezó la universidad. Las fiestas se volvieron frecuentes; los amigos iban y venían como si viviéramos en una residencia estudiantil. Una madrugada, desperté con el ruido de risas y música. Salí al pasillo y encontré a Mariana bailando con tres chicos desconocidos. Me miró desafiante, como si yo fuera la intrusa.
—¿Podés bajar el volumen? Mañana trabajo temprano —le pedí, tratando de mantener la calma.
—Relajate, Sofi. Es viernes —me respondió, sin dejar de bailar.
Esa noche dormí en el sofá del cuarto de lavado. Julián ni siquiera se dio cuenta.
Los meses pasaron y la tensión se volvió rutina. Mariana traía problemas del pueblo: llamadas de su madre pidiendo dinero, rumores de un novio violento al que había dejado atrás, historias tristes que usaba como escudo para justificar su comportamiento. Julián se desvivía por ayudarla; yo sentía que cada gesto suyo era una traición.
Un domingo por la tarde, mientras preparaba empanadas para el almuerzo familiar, escuché a Mariana llorar en su cuarto. Dudé en acercarme, pero la costumbre pudo más.
—¿Te pasa algo? —pregunté desde la puerta.
—Extraño a mi mamá —susurró, con los ojos hinchados—. No sé si voy a aguantar cinco años acá.
Por primera vez vi a Mariana como lo que era: una chica asustada, sola en una ciudad hostil. Me senté a su lado y le conté cómo había sido mi llegada, cómo lloraba cada noche extrañando el olor del café de mi abuela en San Salvador.
Por unas semanas, las cosas mejoraron. Compartimos recetas, salimos juntas al mercado, incluso reímos viendo novelas mexicanas en la tele. Pero la tregua fue breve: Mariana volvió a las fiestas y las discusiones con Julián se hicieron más frecuentes.
Una noche exploté. Grité todo lo que había callado durante meses: mi cansancio, mi miedo a perder mi matrimonio, mi rabia por sentirme desplazada en mi propio hogar.
—¡No puedo más! ¡Esta no es la vida que quería! —lloré frente a Julián y Mariana.
El silencio fue brutal. Mariana recogió sus cosas y se encerró en su cuarto. Julián me miró como si yo fuera una extraña.
—¿Qué querés que haga? ¿Que la echemos a la calle? —me preguntó con voz dura.
—Quiero recuperar mi casa —susurré.
Esa noche dormimos espalda con espalda. Al día siguiente, Julián se fue temprano al trabajo sin despedirse. Mariana salió sin decir palabra. La casa quedó en silencio por primera vez en meses y sentí un vacío inmenso.
Pasaron semanas antes de que pudiéramos hablar sin gritar o llorar. Finalmente, Julián aceptó buscarle un cuarto cerca de la universidad para el próximo semestre. Mariana no protestó; creo que también necesitaba su propio espacio.
El día que se fue, me abrazó fuerte y me susurró al oído: —Gracias por aguantarme todo este tiempo. No fue fácil para ninguna de las dos.
Ahora la casa está tranquila otra vez, pero algo cambió entre Julián y yo. Hay heridas que tardan en sanar; hay silencios que pesan más que cualquier grito.
A veces me pregunto: ¿cuánto estamos dispuestos a sacrificar por ayudar a la familia? ¿Dónde está el límite entre la solidaridad y el derecho a nuestra propia paz? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?