Esperanza entre Sombras: La Historia de Camila
—¡Camila, por favor, no me dejes solo!— La voz de Julián, mi hermano menor, temblaba mientras lo sostenía en mis brazos, su sangre tiñendo mi blusa escolar. El eco de los disparos aún retumbaba en mi cabeza y el olor a pólvora se mezclaba con el sudor frío del miedo. Era una noche cualquiera en Medellín, pero para nosotros, esa noche marcó el fin de la inocencia.
Corrí con Julián hasta la esquina donde don Ernesto, el vecino, tenía su taxi. —¡Al hospital, rápido!— grité, mientras las lágrimas me nublaban la vista. Don Ernesto no preguntó nada; sólo aceleró entre los baches y semáforos en rojo. El hospital San Vicente estaba a quince minutos, pero cada segundo era una eternidad.
Al llegar, los pasillos estaban llenos de gente: madres con niños febriles, ancianos en sillas de ruedas, jóvenes con heridas frescas. Grité por ayuda, pero una enfermera apenas me miró. —Tiene que esperar su turno— dijo con cansancio. —¡Se está desangrando!— supliqué. Un médico joven se acercó y tomó a Julián en sus brazos. —Tranquila, haremos lo posible— murmuró antes de desaparecer tras las puertas blancas.
Me desplomé contra la pared fría del hospital, temblando. Mi madre llegó minutos después, descalza y con el delantal manchado de harina. —¿Dónde está mi hijo?— preguntó con voz rota. No supe qué decirle. Nos abrazamos fuerte, como si ese abrazo pudiera protegernos del dolor que se avecinaba.
Las horas pasaron lentas. Escuché discusiones entre médicos por falta de insumos, vi a una mujer desmayarse porque no había camillas. Pensé en papá, que se fue a Venezuela buscando trabajo y nunca volvió. Pensé en Julián, tan risueño esa mañana, molestándome porque le escondí los zapatos.
Finalmente, el médico salió. —La bala perforó el pulmón. Necesita cirugía urgente, pero no tenemos sangre suficiente ni anestesia— dijo sin mirarnos a los ojos. —¿Y qué hacemos?— pregunté desesperada. —Consigan donantes y compren los medicamentos afuera— respondió.
Salí corriendo a la calle. Llamé a mis tías, a los vecinos, publiqué en redes sociales: “Se necesita sangre O+ para Julián Ramírez”. La gente llegó poco a poco: doña Rosa con su hija, mi profesor de matemáticas, hasta el panadero del barrio. Vi solidaridad donde antes sólo veía indiferencia.
Mientras tanto, mamá fue a empeñar su anillo de bodas para comprar los medicamentos. Yo me quedé sentada junto a la puerta del quirófano, rezando y recordando cuando jugábamos fútbol en la calle y él siempre quería ser portero porque decía que así podía protegerme.
La cirugía duró horas. Cuando por fin salió el cirujano, su cara era un poema de cansancio y resignación. —Sobrevivió la operación, pero está muy débil. Necesita cuidados intensivos— explicó. Nos dejaron verlo sólo un minuto: Julián estaba pálido y entubado, pero apretó mi mano con fuerza.
Esa noche dormimos en el suelo del hospital. Mamá lloraba en silencio y yo fingía estar fuerte para ella. Afuera llovía y cada trueno me recordaba los disparos.
Los días siguientes fueron una batalla constante: conseguir antibióticos caros que el hospital no tenía; rogarle al director para que no lo trasladaran a otro centro peor; enfrentar a funcionarios indiferentes que nos trataban como si pidiéramos limosna.
Una tarde escuché a mamá discutir con mi tía Lucía:
—Esto no puede seguir así, hermana. Nos están matando poco a poco—
—¿Y qué hacemos? ¿Irnos como tantos otros? ¿Dejar todo atrás?—
—No sé… pero aquí sólo hay dolor.
Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué vivir en un país donde salir a la tienda puede costarte la vida? ¿Por qué los hospitales parecen campos de batalla?
Julián mejoró lentamente. Cada sonrisa suya era un milagro. Pero también cambió: ya no quería salir a jugar ni ir a la escuela solo. Tenía pesadillas y se sobresaltaba con cualquier ruido fuerte.
Un día le pregunté:
—¿Tienes miedo?
Él asintió y me miró con ojos grandes:
—Sí… pero más miedo tengo de que te pase algo a ti.
Me partió el alma escuchar eso de un niño de once años.
Cuando por fin le dieron el alta, volvimos al barrio entre abrazos y lágrimas de los vecinos. Pero nada era igual: mamá tenía más canas; yo sentía que había envejecido diez años en una semana; Julián ya no era el mismo niño alegre.
Esa noche, mientras lo arropaba en su cama, me preguntó:
—¿Por qué nos pasó esto?
No supe qué responderle. Sólo le prometí que siempre estaría a su lado.
Hoy escribo esto sentada junto a él, mientras hace tareas y escucha música bajito. A veces pienso en irme del país, buscar un lugar donde no tenga que temer por mi familia cada día. Pero también pienso en toda la gente buena que nos ayudó sin pedir nada a cambio.
¿Será posible cambiar esta realidad? ¿O estamos condenados a vivir siempre entre sombras y miedo?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Lucharían o huirían?