Entre el amor y la sangre: ¿A quién le debo lealtad?

—Si ayudas a tu hermana, olvídate de mí —me dijo Julián, con los ojos llenos de una rabia que nunca le había visto. La voz se le quebró al final, como si él mismo dudara de sus palabras, pero no retrocedió. Yo estaba parada en medio de la sala, con el teléfono aún en la mano, escuchando los sollozos de mi hermana Lucía al otro lado de la línea.

—Por favor, Mariana, no tengo a quién más acudir —me suplicaba Lucía, su voz temblorosa y rota por el miedo. Había perdido el trabajo hacía dos meses y ahora el casero amenazaba con echarla a ella y a sus dos hijos pequeños del departamento en San Martín. Mi hermana siempre fue orgullosa, nunca pedía nada, pero esta vez estaba desesperada.

Colgué el teléfono y sentí que el aire se volvía denso, casi irrespirable. Julián me miraba fijo, como si esperara que eligiera entre él y mi propia sangre. —No es justo que siempre tengamos que cargar con tus problemas familiares —dijo, cruzándose de brazos—. Ya bastante tenemos con lo nuestro.

Lo nuestro. ¿Qué era lo nuestro? Un matrimonio de seis años, una hija pequeña y una casa hipotecada en las afueras de Buenos Aires. Julián trabajaba en una fábrica de autopartes y yo daba clases particulares de matemáticas para ayudar con los gastos. No nadábamos en plata, pero tampoco nos faltaba para comer. Sin embargo, cada vez que mi familia necesitaba algo, Julián se ponía así: frío, distante, como si ayudar fuera un pecado.

—No es solo mi problema —le respondí, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta—. Es mi hermana. Es tu familia también.

Él soltó una carcajada amarga. —¿Mi familia? Mariana, tu hermana nunca me quiso. Siempre me miró como si no fuera suficiente para vos. ¿Y ahora querés que le preste plata? ¿Para qué? ¿Para que después diga que soy un miserable?

Me quedé callada. Sabía que había algo de cierto en sus palabras. Lucía nunca aceptó del todo a Julián; decía que yo merecía algo mejor, alguien con más ambición. Pero eso no justificaba dejarla sola en ese momento.

Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo, escuchando la respiración suave de nuestra hija Sofía en la habitación de al lado. Pensé en mi mamá, que murió cuando Lucía y yo éramos chicas, y en cómo nos prometimos cuidarnos siempre. Pensé en Julián y en todo lo que habíamos construido juntos, en las veces que él también necesitó ayuda y yo estuve ahí sin dudarlo.

A la mañana siguiente, mientras preparaba el mate, Julián entró a la cocina sin mirarme. El silencio era tan pesado que hasta Sofía lo notó y se quedó callada mientras mojaba una galletita en su taza.

—¿Ya decidiste qué vas a hacer? —preguntó Julián finalmente.

Sentí un nudo en el estómago. —Voy a ayudarla —dije bajito—. No puedo dejarla sola.

Él apretó los labios y salió de la cocina sin decir nada más.

Le transferí a Lucía lo poco que tenía ahorrado y le prometí hablar con una amiga para ver si conseguía trabajo limpiando casas. Esa misma tarde fui a verla. Cuando abrí la puerta del departamento, me encontré con mis sobrinos jugando en el suelo con una caja vacía de cereales. Lucía tenía los ojos hinchados pero me abrazó fuerte.

—Gracias, Mari —me dijo al oído—. No sé qué haría sin vos.

Volví a casa tarde esa noche. Julián estaba sentado en el sillón mirando la tele sin volumen. Cuando entré, ni siquiera levantó la vista.

—¿Ya terminaste de salvar al mundo? —me preguntó con sarcasmo.

Me senté a su lado y le tomé la mano. Estaba tensa como una piedra.

—Julián…

Él se soltó bruscamente.

—Siempre es lo mismo con vos —dijo—. Siempre tus hermanas primero. ¿Y yo? ¿Cuándo pensás en mí?

Me dolió escucharlo así. Sabía que detrás de su enojo había miedo: miedo a quedarse solo, miedo a no ser suficiente para mí.

Pasaron los días y la tensión no aflojaba. Empezamos a discutir por cualquier cosa: por quién lavaba los platos, por la plata del supermercado, por quién llevaba a Sofía al jardín. Todo era motivo para pelear.

Una tarde, mientras lavaba los platos con las manos temblorosas, Sofía se acercó y me abrazó las piernas.

—¿Por qué estás triste, mami?

Me agaché para mirarla a los ojos y sentí que se me partía el alma.

—A veces los grandes nos peleamos porque queremos cosas diferentes —le expliqué—. Pero eso no significa que no nos queramos.

Esa noche Julián llegó tarde del trabajo y ni siquiera cenó conmigo. Me senté sola en la mesa y lloré en silencio, preguntándome si había hecho bien en elegir a mi hermana sobre él.

Un sábado por la mañana recibí un mensaje de Lucía: «Gracias por todo, Mari. Conseguí trabajo limpiando oficinas. No sé cómo devolverte lo que hiciste por mí». Sentí alivio pero también culpa: ¿y si Julián nunca me perdonaba?

Esa tarde lo encontré en el patio fumando un cigarrillo, algo que hacía solo cuando estaba realmente angustiado.

—Julián…

Me miró con los ojos rojos.

—No sé si puedo seguir así —me dijo—. Siento que nunca voy a ser tu prioridad.

Me acerqué despacio y le tomé la mano otra vez.

—Vos sos mi familia también —le dije—. Pero Lucía es mi hermana… No puedo darle la espalda cuando más me necesita.

Se quedó callado un rato largo antes de hablar.

—¿Y yo? ¿Quién me cuida a mí?

No supe qué responderle. Me di cuenta de que ambos teníamos miedo: yo de perder a mi hermana, él de perderme a mí.

Esa noche hablamos hasta tarde. Por primera vez en mucho tiempo nos dijimos todo lo que sentíamos: su inseguridad por no poder darme más, mi miedo a traicionar a mi familia de sangre… Lloramos juntos y nos abrazamos fuerte, como si el mundo se fuera a acabar esa misma noche.

Hoy las cosas no son perfectas entre nosotros, pero estamos aprendiendo a ponernos en el lugar del otro. Lucía sigue luchando por salir adelante y yo sigo tratando de equilibrar mi amor por ella con mi compromiso con Julián.

A veces me pregunto si existe una respuesta correcta cuando te obligan a elegir entre tu pareja y tu familia de origen. ¿Se puede amar igual a todos sin traicionarse uno mismo? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?