La casa que nunca fue mía

—¿Mamá, por qué no te quedas en tu casa? Aquí apenas cabemos —me dijo Paola, la esposa de mi hijo, mientras yo sostenía a mi nieta en brazos. La niña, con sus manitas tibias, me miraba con esos ojos grandes y oscuros que heredó de mi hijo, pero en ese momento sentí que el mundo se me venía encima.

No era la primera vez que escuchaba esas palabras. Desde que Krzysztof —mi hijo, aunque todos le decimos Cristóbal— se casó hace diez años, su vida se volvió un torbellino de responsabilidades. Él, Paola y la pequeña Sofía viven en un departamento de apenas un cuarto en Iztapalapa. Yo, desde mi propio rincón en la ciudad, veía cómo luchaban cada día para salir adelante. Hace siete años, Cristóbal compró una pequeña parcela en las afueras de Chalco. Soñaba con construir una casa para su familia, un lugar donde Sofía pudiera correr libre y donde yo pudiera visitarlos sin sentirme una intrusa.

Pero los sueños en México suelen ser lentos y pesados. Primero fue el terreno: meses enteros ahorrando cada peso, vendiendo cosas por internet, trabajando horas extra como chofer de Uber. Después, el muro perimetral y los cimientos. Luego, silencio. El dinero nunca alcanzaba. Yo veía cómo Paola se desesperaba, cómo Cristóbal se encerraba en sí mismo y cómo Sofía crecía entre cajas apiladas y promesas de un futuro mejor.

—Mamá, ¿por qué no vendes tu departamento y nos ayudas a terminar la casa? —me preguntó Cristóbal una tarde lluviosa de agosto. Su voz temblaba, como si supiera que estaba pidiéndome algo imposible.

Me quedé callada. Mi departamento es pequeño, sí, pero es mío. Es lo único que tengo después de que su papá nos dejó por otra mujer hace quince años. Ahí guardo mis recuerdos, mis plantas, mis libros viejos. Pero también sé que algún día ya no podré vivir sola. ¿Qué será de mí cuando ya no pueda valerme por mí misma? ¿Seré una carga para mi hijo? ¿Me dejarán en un rincón, invisible?

Esa noche no dormí. Recordé a mi madre, cómo terminó sus días en la casa de mi tía Rosa, sentada junto a la ventana viendo pasar los coches porque nadie tenía tiempo para ella. No quiero eso para mí. No quiero ser innecesaria cuando envejezca.

Al día siguiente fui a ver a Cristóbal. Paola me recibió con una sonrisa forzada.

—¿Otra vez aquí, señora Elena? —me dijo bajito mientras Sofía hacía la tarea.

—Vine a ver a mi nieta —respondí con la voz más firme que pude.

Cristóbal salió del baño secándose las manos.

—Mamá…

—Ya sé lo que me vas a decir —lo interrumpí—. He estado pensando en lo del departamento.

Paola levantó la vista, sorprendida.

—¿En serio lo vas a vender?

—No lo sé —dije—. Pero tampoco quiero ser una carga para ustedes cuando sea vieja.

Cristóbal bajó la cabeza. Paola suspiró.

—No serías una carga…

—Paola —la miré directo a los ojos—, sé que no quieres que viva aquí. No te culpo. Este lugar es pequeño y todos necesitamos nuestro espacio. Pero también sé que si vendo mi departamento y les doy el dinero para terminar la casa, ya no tendré nada mío. ¿Qué pasará si algún día ustedes deciden que ya no quieren que viva con ustedes?

El silencio fue tan pesado como el aire antes de una tormenta.

Sofía se acercó y me abrazó las piernas.

—Abue, ¿puedes venir mañana otra vez?

Sentí que el corazón se me partía en dos.

Esa noche hablé con mi hermana Lucía por teléfono.

—No lo hagas, Elena —me dijo—. Si vendes tu departamento te quedas sin nada. ¿Y si las cosas cambian? ¿Y si Paola te corre?

—Pero es mi hijo…

—Los hijos cambian cuando crecen y tienen su propia familia. Acuérdate de lo que le pasó a la tía Rosa.

No dormí esa noche tampoco. Al día siguiente fui al mercado a comprar frutas y verduras. En el camino vi a doña Carmen, una vecina del edificio.

—¿Cómo está tu hijo? —me preguntó mientras elegía jitomates.

—Preocupado… quieren terminar su casa pero no tienen dinero.

Doña Carmen suspiró.

—Los hijos siempre piden más de lo que podemos darles. Pero uno también tiene derecho a pensar en sí misma.

Esa tarde me senté frente a la ventana con una taza de café frío entre las manos. Pensé en todo lo que había sacrificado por Cristóbal: noches sin dormir cuando era bebé, trabajos dobles para pagarle la universidad, años enteros sin comprarme ropa nueva para que él tuviera lo necesario. ¿Hasta cuándo iba a seguir dándolo todo?

Pasaron los meses y la situación no mejoró. Cristóbal seguía trabajando horas extra; Paola cada vez más irritable; Sofía más callada. Yo seguía visitándolos cada semana, llevando comida o ayudando con las tareas de la niña. Pero cada vez sentía más esa mirada de Paola: mezcla de cansancio y fastidio.

Un domingo cualquiera, después de comer juntos unos tacos de guisado en la mesa plegable del departamento, Cristóbal me tomó de la mano.

—Mamá… si decides ayudarnos con el dinero del departamento… te prometo que siempre tendrás un cuarto en la casa nueva. Siempre.

Vi sus ojos llenos de esperanza y miedo al mismo tiempo. Quise creerle, pero recordé las palabras de Lucía y el destino de mi madre.

Esa noche lloré como no lloraba desde hacía años. Lloré por mí, por mi hijo, por todas las madres que dan hasta lo último sin saber si algún día recibirán algo a cambio.

Al final tomé una decisión: no vendería el departamento. Ayudaría a Cristóbal con lo poco que pudiera ahorrar cada mes, pero no iba a quedarme sin nada propio. Fui a decírselo al domingo siguiente.

—Mamá…

—Hijo —lo abracé fuerte—, te amo con todo mi corazón. Pero también tengo miedo de quedarme sola y sin nada cuando sea vieja. No quiero ser una carga para ti ni para nadie… pero tampoco quiero desaparecer.

Cristóbal lloró conmigo esa tarde. Paola no dijo nada; sólo sirvió café y se sentó junto a nosotros en silencio.

Hoy sigo viviendo sola en mi pequeño departamento. Sigo ayudando a Cristóbal cuando puedo; sigo viendo crecer a Sofía; sigo temiendo al futuro… pero también aprendí a pensar un poco más en mí misma.

A veces me pregunto: ¿cuándo es suficiente? ¿Cuándo dejamos las madres latinoamericanas de darlo todo por nuestros hijos? ¿Está mal querer guardar algo sólo para nosotras?