Soy la sirvienta invisible de mi propia familia: mi embarazo no le importa a nadie
—¿Ya terminaste de limpiar la cocina, Mariana? —La voz de mi suegra, doña Carmen, retumba desde el comedor, mientras yo, con la espalda dolorida y el vientre tenso, trato de fregar la última olla pegada de frijoles.
No respondo. No porque no quiera, sino porque siento que si abro la boca, voy a llorar. El olor a cloro y grasa me revuelve el estómago. Estoy de siete meses y medio, pero aquí nadie parece notarlo. Ni siquiera mi esposo, Julián, que apenas llega del trabajo y se sienta frente al televisor, esperando que le sirva la cena como si fuera un rey cansado y yo su sirvienta invisible.
—Mariana, ¿me puedes traer un vaso con agua? —grita Julián desde la sala.
Me limpio las manos en el delantal y camino despacio, sintiendo cómo el bebé se mueve inquieto dentro de mí. Le llevo el vaso y él ni siquiera me mira. Solo murmura un «gracias» sin emoción.
A veces me pregunto en qué momento dejé de ser Mariana para convertirme en «la que sirve». Antes, cuando nos conocimos en la universidad de Veracruz, Julián me decía que yo era su sol. Ahora soy la sombra que limpia detrás de todos.
La casa donde vivimos es grande pero vieja, con paredes descascaradas y un patio donde los perros ladran todo el día. Aquí viven también mis cuñados: Esteban, que nunca ayuda en nada, y Lucía, que estudia enfermería pero jamás se acerca a preguntarme cómo va mi embarazo. Todos asumen que es mi deber mantener todo limpio y cocinar para ocho personas.
Mi mamá me llama a veces desde Coatzacoalcos. Me pregunta si estoy bien, si Julián me cuida. Le miento. Le digo que sí, que estoy feliz, que aquí todos me tratan bien. No quiero preocuparla; ella ya tiene suficiente con cuidar a mis hermanos menores.
Pero la verdad es otra. Cada día me levanto antes del amanecer para preparar el desayuno: huevos con chorizo, café de olla, tortillas recién hechas. Después barro el patio, lavo la ropa a mano porque la lavadora está descompuesta desde hace meses y nadie se molesta en arreglarla. Cuando termino, ya es hora de preparar la comida: arroz, pollo en mole, ensalada. A veces ni siquiera tengo tiempo de sentarme a comer tranquila; siempre hay alguien pidiéndome algo.
Una tarde, mientras lavo los trastes con las manos hinchadas y rojas, escucho a doña Carmen hablando por teléfono:
—Sí, sí, aquí todo bien. Mariana está embarazada pero no creas que por eso deja de hacer las cosas. ¡Si hasta parece que le da más energía!
Me muerdo los labios para no gritarle que no es energía, es resignación. Que cada día siento que me apago un poco más.
Esa noche, cuando Julián llega tarde y huele a cerveza, intento hablar con él:
—Julián, ¿podrías ayudarme un poco? Me siento muy cansada…
Él me mira como si le hablara en otro idioma.
—¿Cansada? Mariana, tú no trabajas fuera de casa. ¿De qué te cansas?
Me quedo callada. Siento una rabia sorda creciendo en mi pecho. ¿No ve todo lo que hago? ¿No ve que estoy embarazada?
Los días pasan iguales. Un domingo por la mañana, mientras barro el patio bajo el sol ardiente, siento un mareo fuerte. Me apoyo en la pared y respiro hondo. Nadie se da cuenta. Nadie pregunta si estoy bien.
Esa noche sueño con mi mamá. Sueño que me abraza y me dice: «No te olvides de ti misma, hija».
Al despertar, decido hacer algo diferente. Ese día no preparo el desayuno a tiempo. Me quedo en mi cuarto un rato más, acariciando mi panza y pensando en el bebé que viene en camino.
Doña Carmen golpea la puerta:
—¿Qué pasa contigo hoy? ¿Te crees muy especial por estar embarazada?
No respondo. Por primera vez en meses, no me siento culpable.
Esa tarde recibo una llamada inesperada de mi amiga Paola, que vive en Xalapa:
—Mariana, ¿cómo estás? Te extraño mucho. ¿Cuándo vienes a visitarme?
Le cuento un poco de mi vida aquí —no todo— y ella me escucha con atención.
—Amiga, tienes derecho a descansar. No eres una esclava —me dice con voz firme.
Sus palabras me hacen llorar después de colgar. Llorar de rabia y alivio al mismo tiempo.
Esa noche decido hablar con Julián otra vez:
—Julián, necesito que hablemos. No puedo seguir así. Estoy embarazada y necesito ayuda.
Él frunce el ceño:
—¿Otra vez con lo mismo? Mira Mariana, aquí todos trabajamos duro. No exageres.
Me levanto de la mesa sin decir nada más. Siento que algo dentro de mí se rompe pero también se libera.
Al día siguiente voy al centro de salud sola para mi chequeo prenatal. La doctora me pregunta si tengo apoyo en casa.
—No mucho —respondo bajito.
Ella me mira con compasión:
—Tienes que cuidarte tú primero para poder cuidar a tu bebé.
Camino de regreso a casa bajo el sol abrasador del mediodía. Pienso en mi mamá, en Paola, en todas las mujeres que conozco y que han pasado por lo mismo: invisibles en sus propias casas.
Esa noche escribo una carta para mí misma:
«Mariana: mereces amor y respeto. No eres solo una sirvienta ni una cocinera. Eres una mujer fuerte y valiosa».
Guardo la carta debajo de mi almohada y duermo mejor esa noche.
Pasan los días y empiezo a poner límites pequeños: no lavo los trastes después de las nueve; si estoy cansada, me acuesto temprano aunque los demás protesten; cuando alguien me pide algo mientras descanso, les digo «ahora no puedo».
Las miradas de sorpresa y molestia no tardan en llegar. Pero también noto algo diferente: Lucía empieza a ayudarme a veces; Esteban recoge su plato después de cenar; incluso Julián parece confundido pero menos indiferente.
Un día recibo una carta de mi mamá: «Hija, recuerda que nadie puede quitarte tu dignidad si tú no lo permites».
La leo una y otra vez mientras acaricio mi panza ya enorme. Siento miedo del futuro pero también esperanza.
Ahora sé que no estoy sola. Que muchas mujeres viven lo mismo en silencio. Pero también sé que puedo cambiar mi historia poco a poco.
A veces me pregunto: ¿Cuántas Marianas hay allá afuera? ¿Cuántas mujeres sienten que su embarazo no le importa a nadie? ¿Hasta cuándo vamos a permitirlo?