El candidato perfecto para esposo

—¿Por qué no lo viste venir, Mariana? —me pregunté en voz baja, con la frente apoyada contra el vidrio frío de la ventana. Afuera, el patio del edificio lucía desierto, cubierto por una capa de fuegos artificiales apagados y serpentinas rotas. Era el primer día del año y yo sentía que todo había terminado antes de empezar.

Mi mamá, doña Teresa, siempre decía que Julián era el candidato perfecto para esposo. «Trabajador, educado, de buena familia… ¿Qué más quieres, hija?» Y yo, tonta, me convencí de que tenía razón. Pero esa noche, después de la fiesta de Año Nuevo en casa de los Mendoza, todo cambió.

Recuerdo el momento exacto. Estaba en la cocina, sirviendo ponche para los invitados, cuando escuché a Julián hablando con su primo Ernesto en el balcón. No era la primera vez que lo veía nervioso cuando Ernesto estaba cerca, pero nunca le di importancia. Me acerqué sin hacer ruido y escuché mi nombre entre susurros.

—No sé cuánto tiempo más voy a poder fingir —dijo Julián—. Mariana confía en mí ciegamente. Si supiera lo que realmente hago después del trabajo…

Sentí un frío recorrerme la espalda. Me quedé paralizada, con el cucharón temblando en mi mano. Ernesto le respondió algo que no alcancé a entender, pero las risas ahogadas me confirmaron lo peor: había algo que Julián me ocultaba.

Esa noche no pude dormir. Mientras todos celebraban y bailaban cumbia en la sala, yo fingía sonreír y bailaba con Julián como si nada pasara. Pero por dentro sentía que me ahogaba. ¿Cómo podía ser tan ingenua? ¿Por qué no vi las señales?

Al día siguiente, mientras recogía los restos de la fiesta, mi mamá entró a la cocina con su típica mirada inquisitiva.

—¿Qué tienes, hija? Te noto rara desde anoche.

—Nada, mamá. Solo estoy cansada —mentí.

Pero ella no se dejó engañar.

—No me vengas con cuentos. ¿Peleaste con Julián?

Negué con la cabeza, pero las lágrimas ya me ardían en los ojos. Mi mamá suspiró y se sentó a mi lado.

—Mira, Mariana. No hay hombre perfecto. Todos tienen sus cosas. Pero Julián es bueno para ti. No vayas a echarlo todo a perder por una tontería.

Sus palabras me dolieron más que cualquier traición. ¿De verdad tenía que conformarme solo porque él era «bueno para mí»? ¿Acaso nadie veía lo que yo sentía?

Pasaron los días y la tensión creció entre Julián y yo. Él notaba mi distancia y trataba de compensarla con flores y mensajes dulces. Pero yo ya no podía mirarlo igual. Una tarde, decidí enfrentarlo.

—Julián, necesito hablar contigo —le dije cuando vino a visitarme después del trabajo.

Él se sentó en el sofá, nervioso.

—¿Qué pasa, amor?

—Quiero saber la verdad. ¿Qué es eso que me ocultas? Te escuché hablando con Ernesto en Año Nuevo.

Julián palideció. Bajó la mirada y se quedó callado unos segundos eternos.

—No quería que te enteraras así… —susurró—. Mariana, perdí mi trabajo hace dos meses. No he sabido cómo decírtelo ni a tu familia. He estado haciendo chambas aquí y allá para no preocuparlos…

Sentí alivio y rabia al mismo tiempo. Alivio porque no era una infidelidad ni algo peor; rabia porque no confió en mí lo suficiente como para contarme la verdad.

—¿Por qué no me lo dijiste? —le reclamé—. ¿No se supone que somos un equipo?

Julián se cubrió el rostro con las manos.

—Me dio vergüenza… Tu mamá siempre habla de lo importante que es tener un buen trabajo, una casa propia… No quería decepcionarla ni a ti.

En ese momento entendí cuánto nos había afectado la presión de nuestras familias y las expectativas sociales. Todo el mundo esperaba que fuéramos la pareja perfecta: boda grande, casa bonita, hijos bien educados… Pero nadie preguntaba si éramos felices o si realmente nos conocíamos.

Las semanas siguientes fueron un torbellino de emociones. Mi mamá insistía en que no debía preocuparme por «detalles» como el trabajo de Julián; mi papá apenas hablaba del tema pero su silencio era más pesado que cualquier sermón. Mis amigas opinaban de todo: unas decían que debía apoyarlo, otras que mejor buscara a alguien más estable.

Yo solo quería tiempo para pensar.

Una tarde fui al parque donde solía ir de niña cuando necesitaba claridad. Me senté bajo un árbol y vi pasar a las familias: niños corriendo, parejas discutiendo bajito, abuelas regañando a sus nietos por ensuciarse los zapatos. Pensé en lo fácil que era juzgar desde afuera y lo difícil que era vivirlo desde adentro.

Esa noche hablé con Julián por última vez.

—No quiero vivir una vida basada en apariencias —le dije—. Si vamos a estar juntos, tiene que ser desde la verdad y el apoyo mutuo, no desde el miedo o la vergüenza.

Julián asintió con lágrimas en los ojos.

—Te prometo que voy a cambiar —dijo—. No quiero perderte por nada del mundo.

Pero yo ya había tomado una decisión.

—Necesito estar sola un tiempo —le respondí—. Quiero descubrir quién soy sin todas estas presiones encima.

Fue la decisión más difícil de mi vida. Mi familia no lo entendió; mis amigas se dividieron entre las que me apoyaron y las que me criticaron. Pero por primera vez sentí paz conmigo misma.

Hoy miro por la ventana y veo cómo la vida sigue su curso: los vecinos barren los restos de las fiestas, los niños juegan en el patio y las madres gritan desde los balcones para que entren a cenar. Yo sigo aquí, reconstruyéndome poco a poco.

A veces me pregunto si hice bien o si debí luchar más por esa relación. Pero también sé que merezco una vida auténtica, aunque eso signifique decepcionar a quienes esperan que siga el guion de siempre.

¿Hasta cuándo vamos a vivir para cumplir expectativas ajenas? ¿Cuándo aprenderemos a elegirnos a nosotros mismos antes que a los demás?