Nadie Me Preguntó Si Quería Naleśniki: Crónica de un Domingo en Casa de Mi Suegra

—¡Ya están listos los panqueques! —gritó Doña Helena desde la cocina, su voz rebotando en las paredes como si fueran campanas de iglesia. Eran las siete de la mañana. Domingo. Yo apenas podía abrir los ojos, pero el aroma dulce y mantecoso ya se colaba por debajo de la puerta del cuarto, mezclándose con el sueño y el cansancio acumulado de la semana.

Me giré hacia Miko, mi esposo, esperando que él también estuviera tan sorprendido como yo. Pero él solo murmuró: —Es mi mamá…

Claro que era su mamá. La mujer que todos en el barrio decían que era un ángel, la suegra perfecta. Cuando me casé con Miko, mis amigas me decían con envidia: “¡Qué suerte tienes! Doña Helena es un amor”. Y sí, al principio lo parecía. Siempre sonriente, siempre dispuesta a ayudar. En nuestra boda, levantó su copa y brindó por nosotros con lágrimas en los ojos: “Que nunca les falte el amor ni el pan en la mesa”.

Pero nadie me preguntó si quería panqueques a las siete de la mañana. Nadie me preguntó si quería compartir mi domingo con ella, si necesitaba ese tipo de amor que se mete hasta en los sueños.

Me levanté despacio, sintiendo el frío del piso en los pies descalzos. Miko ya estaba poniéndose la camiseta, resignado. Bajamos juntos las escaleras y ahí estaba ella, Doña Helena, con su delantal floreado y una sonrisa tan grande que casi parecía sincera.

—¡Buenos días, hijos! —dijo mientras servía los panqueques en platos de porcelana—. Los hice con mucho cariño. Sé que han estado cansados últimamente.

Quise decirle que prefería dormir, que el cariño también puede ser dejar a los otros en paz. Pero solo asentí y me senté a la mesa. Miko me miró de reojo, como pidiéndome paciencia.

La casa olía a infancia, a domingos en familia, a todo lo que yo nunca tuve. Mi mamá se fue cuando yo era niña y mi papá trabajaba tanto que apenas lo veía. Para mí, el domingo era silencio y televisión encendida para no sentirme sola. Quizás por eso me casé con Miko: porque su familia parecía tener todo lo que a mí me faltaba.

Pero ahora, sentada frente a Doña Helena, sentí que ese calor familiar podía ser también una jaula.

—¿Y cómo va el trabajo? —preguntó ella mientras nos servía jugo de naranja—. ¿No te han dado aún ese ascenso?

Miko se encogió de hombros. —Todavía no, mamá. Pero no te preocupes.

—Tienes que insistir —dijo ella—. No puedes dejar que te pasen por encima. Mira a tu primo Ernesto, él sí sabe cómo moverse.

Vi cómo Miko apretaba los labios. Sabía que odiaba esas comparaciones, pero nunca se atrevía a decir nada. Yo tampoco. ¿Cómo decirle a una mujer que solo quiere ayudar que su ayuda pesa como una losa?

El desayuno siguió entre frases hechas y silencios incómodos. Yo cortaba los panqueques en pedazos diminutos, como si así pudiera retrasar el momento de tener que hablar.

—¿Y tú, Lucía? —me preguntó de pronto Doña Helena—. ¿Cuándo van a darme nietos?

Sentí cómo se me atragantaba el bocado. Miko bajó la mirada. Habíamos hablado mil veces del tema: yo no quería hijos todavía, él tampoco estaba seguro. Pero para Doña Helena, los nietos eran el siguiente paso lógico, casi una obligación.

—Todavía no es el momento —respondí, tratando de sonar firme.

Ella suspiró y me miró con esa mezcla de lástima y reproche tan típica de las madres latinas.

—No esperen mucho —dijo—. El tiempo pasa volando.

Quise gritarle que mi vida no era un reloj de arena ni una receta de cocina. Que no todo se puede planear ni controlar. Pero solo apreté el tenedor con fuerza.

Después del desayuno, Miko salió al patio a fumar un cigarro. Yo me quedé recogiendo los platos con Doña Helena.

—Sé que a veces puedo ser un poco intensa —me dijo en voz baja—. Pero solo quiero lo mejor para ustedes.

La miré y vi en sus ojos algo más que insistencia: miedo a quedarse sola, miedo a no ser necesaria. Pensé en mi propia madre y sentí una punzada de culpa.

—Lo sé —le respondí—. Pero a veces necesitamos espacio para equivocarnos solos.

Ella asintió y por primera vez vi una grieta en su armadura de madre perfecta.

Cuando se fue, la casa quedó en silencio. Miko entró y me abrazó por detrás.

—Perdón por mi mamá —susurró—. A veces no sabe cuándo parar.

Me recosté sobre su pecho y pensé en todas las familias rotas y remendadas que conozco; en todas las mujeres que aman tanto que terminan asfixiando; en todos los domingos donde el amor se confunde con control.

¿Hasta qué punto debemos agradecer ese cariño? ¿Cuándo es justo poner límites sin sentirnos culpables? ¿Cuántas Lucías hay allá afuera desayunando panqueques cuando solo quieren dormir?