Mamá, no te reconozco: La historia de Teresa, una madre olvidada

—¡Santiago! —grité con la voz quebrada, pero él ni siquiera volteó. Caminó entre la multitud de la Plaza Botero como si yo fuera una sombra más, una de esas figuras anónimas que se pierden entre las palomas y los vendedores ambulantes. Me quedé ahí, con el corazón apretado y las manos temblorosas, preguntándome en qué momento mi hijo dejó de reconocerme.

Recuerdo cuando Santiago era apenas un niño y yo, Teresa Ramírez, hacía malabares para poner comida en la mesa. Su papá nos dejó cuando él tenía cinco años, llevándose consigo las pocas esperanzas que yo tenía de una vida tranquila. Desde entonces, fui madre y padre, amiga y enemiga, consuelo y regaño. Trabajé limpiando casas en El Poblado, vendiendo arepas en la esquina y hasta cosiendo uniformes escolares por las noches. Todo para que a él no le faltara nada.

—Mamá, ¿por qué no tenemos un carro como los otros niños? —me preguntó una vez, con esos ojos grandes que heredó de mí.

—Porque nuestro carro es invisible —le respondí sonriendo—. Solo los que tienen mucha imaginación pueden verlo.

Él se rió y me abrazó fuerte. En ese momento sentí que todo valía la pena. Pero los años pasaron y la risa se fue apagando. Santiago creció rápido, demasiado rápido para mi gusto. Empezó a avergonzarse de mi delantal manchado y de mis manos ásperas. Cuando entró a la universidad, ya casi no venía a casa. Decía que tenía mucho que estudiar, pero yo sabía que era porque no quería que sus amigos vieran dónde vivíamos.

Una tarde, lo escuché hablar por teléfono:

—No, mi mamá no puede venir a la reunión. Está ocupada… sí, trabaja mucho…

Me dolió más que cualquier herida física. Sentí que me estaba borrando poco a poco de su vida. Aun así, seguí esforzándome: le pagué el semestre con lo poco que tenía ahorrado y hasta vendí mi anillo de bodas para comprarle un computador.

El día de su graduación, me puse mi mejor vestido y caminé hasta la universidad bajo el sol ardiente. Cuando lo vi con toga y birrete, sentí un orgullo tan grande que casi me olvido del cansancio. Pero él apenas me saludó con un beso en la mejilla y una sonrisa apurada.

—Mamá, mis amigos me están esperando —me dijo—. Te veo en la casa.

Esa noche llegó tarde y ni siquiera probó la natilla que le preparé.

Con el tiempo, Santiago consiguió trabajo en una empresa importante. Se mudó a un apartamento en Laureles y empezó a salir con gente diferente. Yo lo llamaba cada semana, pero casi nunca contestaba. Cuando lo hacía, sus respuestas eran cortas:

—Estoy ocupado, mamá…
—Sí, todo bien…
—Te llamo luego…

Pero ese «luego» nunca llegaba.

Hoy lo vi en la plaza por casualidad. Iba bien vestido, hablando por celular y riendo con una muchacha rubia de acento extranjero. Me acerqué con el corazón latiendo fuerte.

—Santiago…

Él me miró un segundo y luego apartó la vista. Ni siquiera frunció el ceño; simplemente siguió caminando como si yo fuera invisible.

Me quedé ahí parada mientras la gente pasaba a mi alrededor. Sentí una mezcla de vergüenza y rabia. ¿Cómo era posible que mi propio hijo no me reconociera? ¿En qué momento me convertí en una extraña para él?

Esa noche llegué a casa y me senté frente al altar donde tengo las fotos viejas: Santiago con uniforme escolar, Santiago en su primera comunión, Santiago abrazándome en Navidad. Todo lo que hice fue por él: los sacrificios, las noches sin dormir, los sueños postergados.

Mi hermana Lucía vino a visitarme al día siguiente.

—Tere, tienes que dejarlo ir —me dijo mientras me servía café—. Los hijos crecen y se olvidan de uno. Así es la vida.

—Pero yo no quiero ser solo un recuerdo —le respondí llorando—. ¿De qué sirvió todo lo que hice?

Lucía me abrazó fuerte.

—Sirvió para hacerlo un hombre bueno… aunque ahora no lo veas.

Pero yo no estaba tan segura. En el barrio todos decían que Santiago era exitoso, que había salido adelante gracias a mí. Pero nadie sabía lo sola que me sentía ahora, ni el vacío que me dejaba su indiferencia.

Un día recibí una llamada inesperada:

—¿Aló? ¿La señora Teresa Ramírez? —era una voz femenina.

—Sí, soy yo.

—Le hablo del hospital San Vicente. Su hijo Santiago tuvo un accidente de tránsito…

El mundo se me vino abajo. Corrí al hospital como pude, rezando todo el camino para que no fuera nada grave. Cuando llegué, lo vi acostado en una camilla, pálido pero consciente.

—Mamá… —susurró al verme— Perdón…

Me acerqué y le tomé la mano. Por primera vez en años sentí que volvía a ser su madre.

Después del accidente, Santiago cambió un poco. Vino a visitarme más seguido y hasta me llevó flores para mi cumpleaños. Pero algo se había roto entre nosotros; ya nada era igual.

A veces me pregunto si el amor de madre realmente basta para mantener unida a una familia o si estamos condenadas a ser olvidadas cuando nuestros hijos encuentran su propio camino.

¿Será que algún día los hijos comprenden todo lo que una madre sacrifica por ellos? ¿O estamos destinadas a convertirnos en sombras en sus vidas?