En la cocina de mi suegra descubrí que mi matrimonio era una mentira

—¿Y tú sabías que Gabo nunca quiso quedarse en México? —La voz de mi suegra, doña Rosa, retumbó en la cocina como una olla a presión a punto de estallar.

Me quedé congelada, con la cuchara de madera en la mano y el aroma del mole poblano llenando el aire. Gabo, mi esposo desde hace diez años, estaba en la sala jugando con nuestro hijo Emiliano, ajeno al terremoto que su madre acababa de provocar en mi interior.

—¿Cómo que nunca quiso quedarse? —pregunté, tratando de sonar casual, pero sentí el temblor en mi voz.

Doña Rosa me miró con esa mezcla de lástima y resignación que sólo las madres mexicanas saben poner en la cara. —Ay, hija, él siempre soñó con irse a Canadá. Sólo se quedó porque tú saliste embarazada tan joven…

El cuchillo con el que picaba cebolla cayó al suelo. El golpe fue seco, como el latido de mi corazón en ese instante. ¿Diez años juntos y nunca me lo dijo? ¿Diez años construyendo una vida sobre una mentira?

Me senté en la pequeña mesa de la cocina, sintiendo que el piso se abría bajo mis pies. Recordé cada conversación nocturna, cada promesa de futuro, cada vez que Gabo me decía que aquí, en Puebla, estaba nuestro hogar. ¿Era todo una farsa?

—¿Por qué me lo dice ahora, doña Rosa? —susurré.

Ella suspiró y se sentó frente a mí. —Porque ya no aguanto verte tan ilusionada con esa casita que están construyendo. Gabo no es feliz aquí, hija. Él siempre habla conmigo… dice que siente que su vida se detuvo cuando tú quedaste embarazada.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Cuántas veces me había dicho Gabo que estaba cansado del trabajo en la fábrica? ¿Cuántas veces lo vi mirar por la ventana, perdido en sus pensamientos? Siempre pensé que era el estrés, la rutina… nunca imaginé que era nostalgia por una vida que nunca tuvo.

Esa tarde, mientras Emiliano dormía la siesta y Gabo veía el partido de fútbol con su papá, salí al patio y llamé a mi hermana Lucía.

—¿Tú sabías algo de esto? —le pregunté entre sollozos.

Lucía guardó silencio unos segundos. —Yo… sí, hermana. Gabo me lo confesó una vez, cuando Emiliano era bebé. Pero me pidió que no te dijera nada. Pensé que era sólo una crisis pasajera.

La traición me golpeó doblemente: mi esposo y mi hermana guardando un secreto tan grande. Sentí rabia, tristeza y una soledad inmensa.

Esa noche, cuando todos dormían, enfrenté a Gabo en nuestra recámara. La luz tenue apenas iluminaba su rostro cansado.

—¿Por qué nunca me dijiste que querías irte? —le pregunté sin rodeos.

Él se quedó callado un momento, luego bajó la mirada.

—Porque tenía miedo de perderte. Y después… después ya era tarde. Ya teníamos a Emiliano, la casa, las deudas…

—¿Y yo? ¿No merecía saber la verdad? ¿No merecía elegir?

Gabo se cubrió el rostro con las manos. —Perdóname, Mariana. Yo… yo sólo quería hacer lo correcto. Pero a veces siento que estoy viviendo la vida de otro.

Las lágrimas rodaron por mis mejillas. Pensé en todas las veces que defendí nuestro matrimonio ante mi familia, en los sacrificios que hice para mantenernos unidos. ¿Todo para qué? ¿Para vivir una mentira?

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Gabo iba al trabajo y volvía tarde; yo apenas podía mirarlo a los ojos. Emiliano notaba la tensión y preguntaba por qué ya no cenábamos juntos como antes.

Una tarde, mientras lavaba los platos, doña Rosa entró a la cocina y me abrazó por detrás.

—No lo juzgues tan duro, hija. A veces los hombres no saben cómo enfrentar sus propios sueños rotos.

Pero yo no podía perdonarlo tan fácil. Sentía que toda mi vida se había construido sobre una base falsa. Empecé a cuestionar todo: ¿me amaba de verdad? ¿O sólo estaba cumpliendo con un deber?

Un domingo decidí hablar con él seriamente. Nos sentamos en el parque frente a la iglesia del barrio, donde tantas veces paseamos cuando éramos novios.

—Gabo, no puedo seguir así —le dije—. Necesito saber si quieres estar aquí conmigo o si prefieres irte a buscar tu sueño.

Él me tomó la mano y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Te amo, Mariana. Pero siento que me traicioné a mí mismo… No sé cómo reparar esto.

—Tal vez deberíamos darnos un tiempo —sugerí con voz temblorosa—. Pensar qué queremos realmente.

Esa noche dormimos en camas separadas por primera vez en diez años. Emiliano lloró al vernos distantes y yo sentí que el corazón se me partía en mil pedazos.

Pasaron semanas así: silencios incómodos, miradas esquivas, conversaciones a medias. Mi familia opinaba sin cesar: unos decían que debía perdonarlo por el bien del niño; otros sugerían que buscara mi propia felicidad.

Un día recibí una llamada inesperada: Gabo había solicitado información sobre trabajos en Canadá. Sentí miedo y alivio al mismo tiempo. Tal vez era lo mejor para ambos dejar de fingir.

La última noche antes de su viaje para explorar oportunidades allá, nos sentamos juntos en la cama donde tantas veces soñamos un futuro juntos.

—Gracias por todo lo que me diste —me dijo Gabo—. Perdóname por no ser honesto desde el principio.

Lo abracé fuerte y lloramos juntos como nunca antes.

Hoy escribo estas líneas desde la misma casa donde empezó todo. Emiliano juega en el patio y yo trato de reconstruir mi vida poco a poco. A veces me pregunto si alguna vez conocí realmente al hombre con quien compartí diez años de mi vida… o si sólo conocí la versión de él que quiso mostrarme.

¿Es posible construir algo verdadero después de una mentira tan grande? ¿Ustedes qué harían si descubrieran que toda su vida estuvo basada en un secreto así?