La casa de papá: Herencias, silencios y heridas abiertas
—¿Por qué siempre tienes que hacer las cosas a tu manera, Camila? —La voz de mi papá retumbó en la cocina, mientras yo intentaba servirle la sopa caliente.
No contesté. Ya había aprendido que discutir era inútil. Mi hermano Julián, tres años menor, estaba sentado en la sala, con el celular en la mano y esa sonrisa arrogante que siempre me sacaba de quicio. Desde niños fue así: él el consentido, yo la responsable. Papá y mamá siempre lo defendían, incluso cuando era evidente que él tenía la culpa. Recuerdo una vez en la primaria cuando rompió mi cuaderno de dibujo y papá me obligó a pedirle perdón por «provocarlo».
Pero ahora mamá ya no estaba y papá estaba enfermo. El cáncer lo había vuelto más irritable, más dependiente. Julián venía a visitarlo una vez al mes, si acaso. Yo me quedé en la casa familiar en Córdoba, Argentina, dejando mi trabajo de medio tiempo para cuidarlo. Cada noche, cuando papá se dormía, me preguntaba si alguna vez él reconocería todo lo que hacía por él.
Una tarde de verano, mientras cambiaba las sábanas de papá, escuché a Julián hablando por teléfono en el patio:
—Sí, vieja, apenas se resuelva lo de la casa, vendo todo y nos vamos a Buenos Aires. No pienso quedarme acá ni un día más.
Sentí un nudo en el estómago. ¿La casa? ¿Vender? ¿Acaso pensaba que podía decidir sobre el lugar donde yo había pasado toda mi vida?
Esa noche, después de cenar, me animé a preguntarle a papá:
—¿Alguna vez pensaste en qué va a pasar con la casa?
Me miró con esos ojos cansados y evitó mi mirada.
—Eso se verá cuando llegue el momento —dijo seco.
No insistí. Pero desde ese día, la ansiedad me carcomía. Cada vez que Julián venía, traía a su esposa y a sus hijos. Se paseaban por la casa como si ya fuera suya. Yo limpiaba, cocinaba y cuidaba a papá; ellos solo venían a sacarse fotos para las redes sociales.
El día que papá murió fue gris y húmedo. Lloré en silencio mientras organizaba el velorio y recibía a los familiares que apenas conocía. Julián llegó tarde y se fue temprano. Al día siguiente nos reunimos con el escribano para leer el testamento. Yo esperaba —no sé si ingenuamente— que papá hubiera dejado algo para mí, aunque sea una palabra de agradecimiento.
El escribano leyó en voz alta:
«Dejo la casa ubicada en calle San Martín 1245 a mi hijo Julián…»
No escuché más nada. Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Todo lo que había hecho por papá, todos los años de sacrificio… ¿para esto? Julián me miró de reojo y sonrió apenas.
Salí corriendo de la oficina y caminé sin rumbo por las calles del barrio. Recordé mi infancia: los juegos en el patio, las peleas con Julián, las tardes de mate con mamá antes de que se enfermara. Todo eso ahora era solo un recuerdo amargo.
Esa noche no dormí. Al día siguiente, Julián vino temprano:
—Mirá, Camila —dijo sin rodeos—, entiendo que estés dolida, pero es lo que papá quiso. Yo necesito vender la casa para comprarme algo en Buenos Aires. Te doy dos meses para irte.
—¿Eso es todo? —le pregunté con la voz temblorosa— ¿Después de todo lo que hice por él?
Se encogió de hombros.
—No es mi culpa que papá te haya dejado afuera.
Me encerré en mi cuarto y lloré como no lloraba desde niña. Sentí rabia, impotencia y una tristeza infinita. Pensé en irme sin decir nada, pero algo dentro mío se rebeló. No podía dejar que todo terminara así.
Busqué a la tía Marta, hermana de mamá, la única que siempre me escuchó sin juzgarme.
—Vos sabés bien cómo era tu papá —me dijo mientras me servía un café—. Siempre pensó que cuidar era tu obligación porque eras mujer. Pero vos valés mucho más que una casa.
Sus palabras me dieron fuerza. Decidí pelear por lo que sentía justo. Fui al juzgado y consulté con una abogada amiga sobre mis derechos como heredera. El proceso fue largo y doloroso; Julián me llamó «egoísta» y «resentida» delante de toda la familia. Algunos tíos dejaron de hablarme; otros me apoyaron en silencio.
Durante meses viví entre cajas y papeles legales. La casa se llenó de tensiones: Julián venía con inmobiliarias a mostrarla sin avisar; yo resistía cada visita como si fuera una invasión.
Finalmente llegó el fallo: tenía derecho a una parte de la herencia por legítima. No era toda la casa, pero al menos no me iban a echar como a una extraña.
El día que firmamos el acuerdo final, miré a Julián a los ojos:
—Nunca quise pelear por ladrillos —le dije—. Solo quería sentir que alguna vez fui importante para papá.
Él no respondió. Se fue sin mirar atrás.
Hoy vivo en un departamento pequeño con mis plantas y mis libros. La casa quedó atrás, pero las heridas siguen ahí. A veces me pregunto si algún día podré perdonar a papá por su indiferencia o a Julián por su egoísmo.
¿Vale la pena pelear por lo material cuando lo emocional está tan roto? ¿Cuántas familias latinoamericanas han pasado por algo así? Los leo.