Me negué a cuidar a mi nieta: ahora mi familia me dio la espalda

—¡Mamá, por favor! No tengo a quién más acudir. —La voz de Mariana temblaba al otro lado del teléfono, y yo sentí cómo se me apretaba el pecho.

Era martes por la noche y la lluvia golpeaba fuerte contra las ventanas de mi casa en San Miguel de Tucumán. Yo estaba sentada en la mesa de la cocina, con el mate ya frío entre mis manos. Mariana, mi hija menor, estaba desesperada. Su esposo, Emiliano, había perdido el trabajo hacía dos meses y ella tenía que volver a trabajar en la panadería para poder pagar el alquiler. Me pedía que cuidara a Lucía, mi nieta de apenas tres años, mientras ella salía a buscar el sustento.

—Mariana, vos sabés que yo ya no puedo —le respondí, sintiendo cómo la culpa me quemaba por dentro—. Estoy cansada, el reuma me tiene mal y apenas puedo con lo mío…

—¡Pero mamá! ¡Sos la única! Emiliano está buscando changas, la guardería es carísima y no tengo a nadie más. ¿Qué querés que haga? ¿Dejarla sola?

El silencio se hizo eterno. Yo sabía que mis palabras eran como cuchillos. Pero también sabía que si aceptaba, mi cuerpo no iba a aguantar. Desde que falleció tu papá hace tres años, todo recayó sobre mí: los trámites, la casa, los nietos, las visitas… Siempre fui la que resolvía todo. Pero ahora sentía que ya no podía más.

—No puedo, hija. Lo siento —dije finalmente, con la voz quebrada.

Mariana cortó sin despedirse. Me quedé mirando el teléfono, esperando que volviera a llamar. Pero no lo hizo.

Al día siguiente, el rumor ya había corrido por toda la familia. Mi hijo mayor, Esteban, me llamó furioso:

—¿Cómo le vas a decir que no a Mariana? ¡Es tu nieta! ¡Siempre decís que la familia es lo primero!

Intenté explicarle mi situación, pero él no quiso escucharme. Mi nuera, Valeria, con quien siempre tuve buena relación, me mandó un mensaje seco: «Pensé que eras diferente».

Hasta mis consuegros, los padres de Emiliano, me llamaron para decirme que estaban decepcionados. «En nuestra época los abuelos daban todo por los nietos», me dijo doña Teresa con voz dura.

Me sentí sola como nunca antes. La casa se volvió un eco de reproches y recuerdos. Caminaba por los pasillos y veía las fotos de mis hijos cuando eran chicos: cumpleaños llenos de risas, navidades apretados alrededor de la mesa… ¿En qué momento todo se rompió?

Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces y fui hasta el cuarto donde solía dormir Lucía cuando se quedaba conmigo los fines de semana. Sus juguetes seguían ahí, esperando unas manitos pequeñas que ya no vendrían.

Al tercer día sin noticias de Mariana, decidí ir a buscarla a la panadería. La vi detrás del mostrador, con ojeras profundas y el delantal manchado de harina. Cuando me acerqué, bajó la mirada.

—Mariana…

—No tengo tiempo, mamá —me cortó en seco—. Estoy trabajando.

—Solo quiero hablar…

—No hay nada que hablar —dijo mientras atendía a una clienta—. Ya entendí cuál es tu prioridad.

Sentí una punzada en el corazón. Salí de ahí como pude y caminé bajo el sol ardiente hasta la plaza. Me senté en un banco y lloré como hacía años no lloraba.

Los días pasaron lentos y pesados. Nadie me llamaba. Ni siquiera para preguntarme cómo estaba de salud. Empecé a dudar de mi decisión: ¿había sido egoísta? ¿O era justo pensar en mí después de tantos años dando todo por los demás?

Una tarde recibí la visita inesperada de mi vecina Marta.

—Rosa, te veo muy decaída… ¿Qué pasa?

Le conté todo entre lágrimas y mate amargo.

—Mirá, amiga —me dijo Marta—, vos siempre fuiste una madre ejemplar. Pero también tenés derecho a cuidarte. A veces nuestros hijos creen que somos eternas…

Sus palabras me aliviaron un poco, pero el dolor seguía ahí.

Un domingo cualquiera, decidí ir a misa para buscar consuelo. Al salir, vi a Lucía jugando en la plaza con Emiliano. Me acerqué despacio y ella me miró con esos ojitos grandes llenos de inocencia.

—¡Abu! —gritó corriendo hacia mí.

La abracé fuerte y sentí cómo se me deshacía el alma.

Emiliano me miró serio:

—Mariana está muy dolida… Pero yo sé que vos también tenés tus límites.

Nos sentamos en un banco mientras Lucía jugaba con otros chicos.

—¿Sabés qué es lo peor? —le dije— Que siento que hice lo correcto para mí… pero lo peor para todos los demás.

Emiliano suspiró:

—A veces uno tiene que elegir entre dos males… Yo tampoco sé qué haría en tu lugar.

Esa noche recibí un mensaje de Mariana: «Te extraño, pero todavía me duele».

No contesté enseguida. Me quedé mirando el techo largo rato. Pensé en mi mamá, en cómo ella también se cansaba pero nunca lo decía. Pensé en todas las mujeres de mi barrio que cuidan nietos porque no hay otra opción; algunas felices, otras resignadas.

Al final respondí: «Yo también te extraño hija. Cuando quieras hablar, acá estoy».

Pasaron semanas antes de volver a vernos cara a cara. Fue en el cumpleaños de Esteban. La tensión se podía cortar con cuchillo. Nadie mencionó el tema directamente pero todos evitaban mirarme a los ojos.

Al final de la tarde, Mariana se acercó con Lucía en brazos.

—Mamá…

La miré y vi en sus ojos el cansancio y el amor mezclados.

—Perdoname si te fallé —me dijo bajito—. Solo tenía miedo de no poder sola…

La abracé fuerte y lloramos juntas mientras Lucía nos miraba sin entender nada.

Hoy las cosas no volvieron a ser como antes. La herida sigue ahí, pero aprendimos a hablar más claro entre nosotras. A veces Mariana me pide ayuda por unas horas y yo le digo cuándo puedo y cuándo no. No es perfecto, pero es real.

A veces me pregunto si hice bien o mal; si ser madre y abuela significa olvidarse una misma o si también tenemos derecho a decir basta.

¿Ustedes qué piensan? ¿Hasta dónde llega el deber de una abuela? ¿Es egoísmo cuidarse o simplemente humano?