La Trampa de Doña Carmen: Perdí Mi Hogar y el Amor de Mariana
—¡No puedes dejar que ese hombre decida por ti, Mariana!— La voz de Doña Carmen retumbó en la cocina, tan filosa como el cuchillo con el que picaba cebolla. Yo estaba en el pasillo, con el corazón en la garganta, escuchando cada palabra. No era la primera vez que mi suegra intentaba sembrar cizaña entre nosotros, pero esa noche sentí que algo grave estaba por suceder.
Mariana y yo nos habíamos casado hace apenas dos años. Ella era mi refugio, mi alegría después de largas jornadas como profesor en una escuela pública de Ciudad de México. Pero desde el principio, Doña Carmen nunca me aceptó. Decía que yo no era suficiente para su hija, que merecía a alguien con más dinero, con más «futuro». Mariana intentaba mediar, pero su madre tenía una habilidad especial para manipularla con lágrimas y reproches.
Esa noche, mientras fingía buscar mis llaves en la sala, escuché cómo Carmen le decía a Mariana:
—Ese hombre solo te va a hundir. ¿No ves cómo apenas alcanza para pagar la renta? Si te quedas con él, vas a terminar igual que yo: sola y sin nada.
Sentí un nudo en el estómago. Sabía que la situación económica era difícil. La inflación nos había golpeado fuerte y el sueldo apenas alcanzaba para cubrir los gastos. Pero nunca pensé que eso sería usado en mi contra.
Al día siguiente, Mariana estaba distante. Apenas me dirigía la palabra y evitaba mirarme a los ojos. Intenté abrazarla antes de irme al trabajo, pero se apartó.
—¿Pasa algo?— pregunté con voz temblorosa.
—Nada. Solo estoy cansada —respondió sin mirarme.
Esa semana fue un infierno. Doña Carmen se instaló en nuestra casa «para ayudar», pero lo único que hacía era criticarme y buscar defectos en todo lo que hacía. Si llegaba tarde del trabajo, insinuaba que estaba con otra mujer. Si cocinaba, decía que la comida estaba insípida. Mariana empezó a creerle.
Una tarde, llegué a casa y encontré a Carmen revisando mis papeles personales. Entre ellos estaba el contrato de arrendamiento del departamento.
—¿Qué hace revisando mis cosas?— le reclamé.
—Solo cuido los intereses de mi hija. No quiero que termine en la calle por tu culpa —me respondió con una sonrisa venenosa.
Esa noche discutí con Mariana. Le conté lo que había pasado y le pedí que hablara con su madre.
—¡Siempre estás exagerando! Mi mamá solo quiere ayudarnos —me gritó Mariana, con lágrimas en los ojos.
Sentí cómo una grieta se abría entre nosotros. La confianza se desmoronaba y yo no sabía cómo detenerlo.
Días después, recibí una notificación del casero: debíamos desalojar el departamento en un mes. Me quedé helado. Revisé las cuentas y descubrí que alguien había dejado de pagar la renta durante dos meses. Cuando confronté a Mariana, ella me miró confundida.
—Yo le di el dinero a mi mamá para que lo depositara —susurró.
Doña Carmen apareció en ese momento, fingiendo sorpresa.
—¡Ay, mijita! Se me olvidó por completo. Con tanto estrés…
Pero vi el brillo de triunfo en sus ojos. Había logrado lo que quería: ponernos en la calle.
Intenté buscar soluciones: hablé con amigos, busqué préstamos, pero nadie podía ayudarnos tan rápido. Mariana se fue apagando poco a poco. Ya no me abrazaba por las noches ni me miraba como antes. Un día, simplemente me dijo:
—Creo que es mejor que cada quien siga su camino…
Me quedé solo en un cuarto rentado, con mis libros y una maleta vieja. La casa donde soñé formar una familia se había perdido por las mentiras de una mujer incapaz de dejar ir a su hija.
Pasaron los meses y supe que Mariana regresó a vivir con su madre. A veces la veía en el mercado, pero ella bajaba la mirada y apretaba los labios para no llorar.
Hoy sigo preguntándome: ¿cómo puede una madre destruir la felicidad de su propia hija solo por miedo a quedarse sola? ¿Cuántas familias más han sido víctimas de este veneno silencioso?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Perdonarían o lucharían hasta el final?