Puertas Cerradas: El Silencio de un Hijo

—¡Mauricio! ¡Hijo, soy yo!— grité mientras golpeaba la puerta con los nudillos, el eco resonando en el pasillo desierto del edificio. El olor a pan recién horneado escapaba de la bolsa que apretaba contra mi pecho, mezclándose con el sudor frío que me recorría la espalda. Nadie respondió. Solo el zumbido lejano de un televisor encendido y el murmullo de la ciudad allá afuera.

No era la primera vez que Mauricio no me abría. Pero ese domingo, después de una semana entera sin noticias suyas, sentí que algo dentro de mí se rompía. Miré la puerta como si pudiera atravesarla con la mirada, como si pudiera ver a mi hijo sentado en el sillón, ignorando mis llamadas, mis mensajes, mi existencia.

Me senté en el escalón frente a su departamento y recordé los años en que él era mi razón para levantarme cada mañana. Cuando su papá nos dejó, yo tenía apenas veintisiete años y Mauricio solo cinco. Trabajaba limpiando casas en Lomas de Zamora, salía antes del amanecer y volvía cuando ya era de noche. A veces, lo encontraba dormido en el sofá, abrazando una frazada que olía a sopa y a caricias apuradas.

—¿Por qué no me abrís, hijo?— susurré, sintiendo cómo la garganta se me cerraba.

La vecina del 3B pasó apurada y me miró con lástima. Bajé la cabeza. No quería que nadie viera mis lágrimas. ¿En qué momento se había roto el hilo invisible que nos unía? ¿Fue cuando le prohibí salir con esos amigos del barrio? ¿O cuando le dije que estudiar era lo único que lo salvaría de terminar como yo?

Mauricio siempre fue callado, pero después de cumplir diecisiete se volvió un desconocido. Empezó a llegar tarde, a encerrarse en su cuarto, a contestarme con monosílabos. Yo le preparaba su comida favorita —milanesas con puré— y él apenas probaba bocado. Una noche lo esperé despierta hasta las tres de la mañana. Cuando entró, borracho y tambaleándose, le grité. Él me miró con esos ojos oscuros llenos de rabia y me dijo:

—¡Vos no entendés nada! ¡Dejame en paz!

Esa frase se me clavó como un puñal. Desde entonces, cada vez que discutíamos, yo sentía que lo perdía un poco más.

El tiempo pasó. Mauricio terminó la secundaria a duras penas y consiguió un trabajo en una fábrica. A los veintitrés se mudó solo a este departamento pequeño en Avellaneda. Yo lo ayudé con los muebles, le cociné para llenar el freezer y le dejé una estampita de San Cayetano en la mesa de luz.

—No te olvides de llamarme— le pedí antes de irme.

Él asintió sin mirarme.

Al principio me llamaba una vez por semana. Después, cada quince días. Luego solo respondía mis mensajes con un «todo bien» o un emoji. Yo insistía: le llevaba comida, le dejaba notas en la puerta, le mandaba audios contándole cómo estaba la abuela o preguntando si necesitaba algo.

Pero cada vez que venía, encontraba la puerta cerrada.

Ese domingo decidí esperar. Me quedé sentada horas, viendo cómo el sol bajaba y las sombras llenaban el pasillo. Escuché pasos dentro del departamento. Mi corazón latió fuerte.

—Mauricio, por favor…— susurré apenas.

La puerta no se abrió.

Me levanté y bajé las escaleras despacio, arrastrando los pies como si llevara encima todo el peso de los años y las ausencias. Afuera, el viento me golpeó la cara y sentí que el mundo era demasiado grande para una madre sola.

Caminé hasta la parada del colectivo y me senté a esperar. Una señora mayor se acercó y me preguntó si estaba bien. Le sonreí con tristeza.

—Solo soy una mamá que ya no sabe cómo llegar a su hijo— le dije.

Ella asintió, como si entendiera perfectamente.

En casa, abrí la bolsa de comida y guardé todo en la heladera. Me senté frente al televisor apagado y miré las fotos viejas: Mauricio en su primer día de clases; Mauricio disfrazado de superhéroe; Mauricio abrazándome fuerte después de ganar su primer partido de fútbol.

Lloré en silencio hasta quedarme dormida.

Esa noche soñé que tocaba otra vez su puerta y él me abría con una sonrisa enorme. Me abrazaba tan fuerte que casi no podía respirar. Pero al despertar, solo encontré silencio.

Pasaron los días y no volví a insistir. Me dediqué a cuidar a mi madre enferma y a ayudar a mi vecina con sus nietos. Pero cada vez que escuchaba pasos en el pasillo o sonaba el teléfono, mi corazón saltaba esperando que fuera él.

Una tarde recibí un mensaje: «Mamá, estoy bien. No te preocupes».

Nada más.

Me quedé mirando esas palabras frías en la pantalla del celular. Quise responderle mil cosas: decirle cuánto lo extraño, cuánto lo amo, cuánto daría por volver a empezar y no cometer los mismos errores.

Pero solo escribí: «Te quiero mucho».

Nunca recibí respuesta.

Hoy sigo preguntándome dónde fallamos. ¿Fue mi amor demasiado asfixiante? ¿O fue el mundo demasiado duro para los dos? ¿Cuántas madres latinoamericanas sienten este mismo vacío cuando sus hijos cierran la puerta?

¿Será que hay puertas que nunca se abren? ¿O será que todavía hay tiempo para volver a intentarlo?