Cuando la magia toca a la puerta: El secreto de la abuela Hania
—¡No abras esa puerta, abuela! —grité desde el pasillo, con el corazón golpeando fuerte en el pecho. Pero ya era tarde. La abuela Hania, con sus manos arrugadas y firmes, giró la perilla y dejó entrar el frío de la noche junto a una figura encapuchada.
La luz amarilla de la cocina tembló sobre el rostro del extraño. Era un hombre alto, moreno, con ojos tan negros como el café recién colado. Llevaba una capa vieja, raída por el tiempo y el polvo de los caminos. En el pueblo de San Bartolo nadie usaba capas, ni siquiera los pastores que bajaban de la montaña.
—¿Quién es usted? —pregunté, apretando el borde de mi suéter.
La abuela no dijo nada. Solo lo miró como si lo conociera desde siempre, como si aquel hombre fuera una sombra del pasado que regresaba a buscarla. El silencio se hizo pesado, hasta que el hombre habló con voz grave:
—Vengo por lo que me pertenece, Hania.
El aire se volvió denso. Afuera, la neblina cubría las calles de tierra y los perros ladraban a lo lejos. Yo tenía quince años y nunca había visto a mi abuela temblar, pero esa noche sus manos dejaron caer las agujas de tejer.
—No tienes derecho —susurró ella—. Aquí ya no hay nada para ti.
El hombre sonrió, mostrando una hilera de dientes perfectos. Sacó del bolsillo una pequeña bolsa de cuero y la dejó sobre la mesa. Un polvo dorado se escapó por la costura rota y flotó en el aire como si tuviera vida propia.
—La magia nunca se va del todo —dijo él—. Solo espera el momento justo para regresar.
Me acerqué a mi abuela y le tomé la mano. Sentí su pulso acelerado, su miedo escondido bajo la piel curtida por los años y las penas. En ese instante supe que había algo que ella nunca me había contado.
El hombre se sentó sin pedir permiso. Miró alrededor: las paredes llenas de fotos antiguas, el mantel bordado con flores rojas, el crucifijo colgando sobre la puerta.
—¿Por qué has vuelto? —preguntó Hania, con voz quebrada.
—Porque es hora de pagar las deudas —respondió él—. Y tú sabes bien a qué me refiero.
Yo no entendía nada. Mi abuela siempre fue la mujer más fuerte del pueblo: ayudaba en las fiestas patronales, curaba con hierbas a los niños enfermos, tejía mantas para los recién nacidos. Pero esa noche parecía pequeña, frágil, como una niña perdida en medio de una tormenta.
El hombre sacó una carta amarillenta y la deslizó hacia ella. Reconocí la letra temblorosa de mi abuelo Julián, muerto hacía más de veinte años en circunstancias misteriosas. La abuela leyó en silencio, las lágrimas rodando por sus mejillas.
—¿Qué dice esa carta? —pregunté, sintiendo un nudo en la garganta.
Ella no respondió. El hombre se levantó y caminó hacia mí. Sentí su mirada clavarse en mis ojos.
—Tú eres la nieta —dijo—. ¿Sabes lo que significa tener sangre de mago?
Negué con la cabeza. Él sonrió otra vez y chasqueó los dedos. El polvo dorado se arremolinó en el aire y formó figuras: un caballo galopando entre nubes, una mujer joven bailando bajo la lluvia, un niño llorando junto a un río crecido.
—La magia es un don y una maldición —susurró—. Tu abuela lo sabe bien.
La abuela se levantó de golpe y lo enfrentó:
—¡No te llevarás a mi nieta! ¡Ya pagué suficiente!
El hombre se encogió de hombros.
—Las promesas tienen precio, Hania. Tú lo sabías cuando aceptaste mi ayuda aquella noche…
La abuela cayó de rodillas. Yo corrí a abrazarla mientras el hombre recogía su bolsa y se dirigía a la puerta.
—Volveré mañana al anochecer —advirtió—. Si no me das lo que vine a buscar, el pueblo entero sabrá tu secreto.
Cuando se fue, el silencio volvió a llenar la casa. La abuela lloraba en mis brazos como nunca antes la había visto.
—Abuela… ¿qué está pasando? —le pregunté entre sollozos.
Ella me miró con ojos cansados y me contó todo: cómo había conocido al mago cuando era joven, cómo le pidió ayuda para salvar a mi abuelo Julián cuando enfermó gravemente durante una epidemia que azotó el pueblo en los años setenta. El mago le concedió el milagro, pero a cambio le pidió una promesa: que algún día entregaría a uno de sus descendientes para continuar su linaje mágico.
—Pensé que podría engañarlo —dijo ella—. Pensé que si guardaba el secreto y protegía a mi familia, él nunca regresaría…
Me sentí traicionada y asustada. ¿Era yo ahora parte de ese trato? ¿Debía sacrificar mi vida para pagar una deuda antigua?
Esa noche no dormimos. La abuela rezaba en voz baja mientras yo miraba por la ventana esperando ver al mago regresar entre la niebla.
Al día siguiente, todo el pueblo parecía saber que algo extraño ocurría en nuestra casa. Las vecinas murmuraban en la plaza; don Eusebio, el panadero, me miraba con compasión; incluso el padre Mateo vino a visitarnos para ofrecernos agua bendita y oraciones.
Por la tarde, mientras preparábamos café en silencio, escuchamos pasos afuera. Era mi madre, Lucía, que había venido desde Quito tras recibir una llamada desesperada de mi abuela.
—¿Qué está pasando aquí? —exigió saber apenas cruzó la puerta.
La abuela le contó todo entre lágrimas. Mi madre se enfureció:
—¡Cómo pudiste hacerle esto a tu propia nieta! ¡Siempre ocultando secretos!
Discutieron durante horas. Yo solo quería desaparecer o despertar de esa pesadilla mágica que había caído sobre nosotras.
Al caer la noche, el mago regresó puntual. Esta vez no venía solo: tras él caminaban figuras envueltas en sombras, como si trajera consigo todos los fantasmas del pasado familiar.
Mi abuela se puso de pie y enfrentó al mago con dignidad:
—No tendrás a mi nieta —dijo firme—. Si quieres llevarte algo, llévame a mí.
El mago dudó por primera vez. Me miró largo rato y luego asintió lentamente:
—Muy bien, Hania. Pero recuerda: cada decisión tiene consecuencias.
Con un gesto suave tomó la mano de mi abuela y juntos desaparecieron en la niebla espesa que cubría el pueblo.
Me quedé sola con mi madre en aquella casa silenciosa, sintiendo un vacío inmenso pero también una extraña paz: mi abuela había sacrificado todo por mí.
Hoy han pasado muchos años desde aquella noche mágica y terrible. A veces siento que algo de esa magia quedó dentro de mí: sueños extraños, intuiciones imposibles… Pero también aprendí que los secretos familiares pueden ser más peligrosos que cualquier hechizo.
¿Hasta dónde estarías dispuesto a llegar para proteger a tu familia? ¿Vale la pena cargar con secretos tan pesados solo por amor? Quizás todos llevamos un poco de magia —y de dolor— en la sangre.