Entre el amor y la lealtad: La historia de Anahí y su suegra

—¿Por qué siempre tiene que decidir ella, Julián? ¿Por qué nunca me preguntas a mí? —le grité esa noche, con la voz quebrada y los ojos hinchados de tanto llorar.

Julián no me miró. Se quedó sentado en el borde de la cama, con las manos entrelazadas, mirando el suelo como si ahí estuviera la respuesta a todos nuestros problemas. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de la casa que habíamos heredado hacía apenas unos meses, esa misma casa que se suponía sería nuestro hogar y que ahora sentía más ajena que nunca.

Mi nombre es Anahí. Nací en Veracruz, en una familia sencilla pero unida. Desde niña soñé con una vida tranquila, con un amor que me protegiera del mundo. Cuando conocí a Julián en la universidad de Xalapa, sentí que por fin había encontrado ese refugio. Era atento, cariñoso y siempre tenía una sonrisa para mí. Nos casamos jóvenes, ilusionados, y aunque no teníamos mucho dinero, creíamos que juntos podríamos con todo.

Pero pronto descubrí que en nuestra relación había una tercera persona: doña Carmen, su madre. Al principio pensé que era normal, que Julián quisiera cuidar a su mamá después de la muerte de su papá. Pero con el tiempo, su presencia se volvió asfixiante. Decidía desde el color de las cortinas hasta lo que íbamos a cenar los domingos. Y Julián… Julián nunca le decía que no.

Todo empeoró cuando recibimos la noticia del testamento. Un tío lejano de Julián había muerto en Puebla y nos dejó una casa antigua en el centro del pueblo. Era una oportunidad única para empezar de nuevo, para tener algo propio. Yo estaba emocionada, soñaba con pintar las paredes de azul y plantar bugambilias en el patio. Pero doña Carmen tenía otros planes.

—Esa casa es parte de la familia —dijo ella el primer día que fuimos a verla—. Aquí vamos a vivir los tres, como Dios manda.

Yo sentí un frío recorrerme la espalda. No era lo que habíamos planeado, pero Julián solo asintió, sin mirarme.

Los días se volvieron grises. Doña Carmen criticaba todo lo que hacía: si cocinaba arroz, decía que estaba pasado; si limpiaba el patio, encontraba una hoja fuera de lugar; si me sentaba a leer, murmuraba que las mujeres decentes no perdían el tiempo en tonterías. Julián nunca me defendía. Cuando intentaba hablar con él, me decía:

—Es mi mamá, Anahí. Hay que entenderla…

Pero yo también necesitaba ser entendida.

Mi única confidente era Mariana, mi amiga desde la secundaria. Ella siempre me escuchaba por teléfono y me animaba a no rendirme.

—No puedes dejar que te borren, Ani —me decía—. Tienes derecho a ser feliz.

Pero ¿cómo ser feliz cuando cada día era una batalla silenciosa? Empecé a sentirme invisible en mi propia casa. Mis sueños se fueron apagando poco a poco.

Una tarde, mientras lavaba los trastes, escuché a doña Carmen hablando por teléfono en la sala.

—No sé qué vio Julián en esa muchacha —decía—. No sabe ni hacer un buen mole. Si por mí fuera, ya la hubiera regresado con sus padres…

Sentí una rabia sorda crecer dentro de mí. Esa noche enfrenté a Julián.

—¿Hasta cuándo vas a dejar que tu mamá decida por nosotros? ¿No te das cuenta de cómo me trata?

Él solo suspiró.

—No quiero problemas, Anahí…

—¿Y yo? ¿No soy tu esposa? ¿No merezco respeto?

Esa fue la primera vez que pensé en irme. Pero no tenía a dónde ir y me aterraba enfrentarme al qué dirán del pueblo.

Las cosas empeoraron cuando quedé embarazada. Al principio creí que todo cambiaría, que Julián se daría cuenta de lo importante que era nuestra familia. Pero doña Carmen se adueñó de mi embarazo: elegía los nombres, los colores del cuarto del bebé, hasta lo que podía o no comer.

Una tarde, mientras tejía unas botitas para mi hijo, escuché a doña Carmen decirle a Julián:

—Tienes que estar pendiente del niño cuando nazca. No confío en Anahí para cuidarlo sola…

Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Sentía que me estaban robando incluso la ilusión de ser madre.

El día del parto fue un caos. Doña Carmen no se separó ni un segundo de Julián y apenas me dejaron ver a mi hijo unos minutos antes de llevárselo para presentarlo ante toda la familia. Yo estaba débil y sola en la habitación del hospital.

Cuando llegamos a casa con el bebé, doña Carmen impuso sus reglas: nada de visitas sin su permiso, nada de salir al parque sola conmigo, nada de canciones de cuna “modernas”. Yo era una sombra en mi propia vida.

Una noche escuché llorar al bebé y fui corriendo a su cuarto. Doña Carmen ya estaba ahí y me miró con desprecio.

—¿Ves? Ni siquiera sabes calmarlo —me dijo—. Mejor déjame a mí.

Me sentí inútil y rota.

Pasaron los meses y mi tristeza se volvió insoportable. Mariana insistía en que buscara ayuda, pero yo solo quería desaparecer.

Un día, mientras lavaba ropa en el patio, Julián se acercó y me dijo:

—Mi mamá dice que deberías irte unos días con tus padres para descansar…

Sentí como si me hubieran dado una bofetada.

—¿Eso quieres tú también?

Él no respondió.

Esa noche empaqué mis cosas y tomé a mi hijo en brazos. Caminé hasta la terminal del pueblo y tomé el primer autobús a Veracruz.

Mis padres me recibieron con lágrimas y abrazos. Por primera vez en mucho tiempo sentí paz.

Julián nunca vino a buscarme. Solo recibí una carta semanas después:

“Perdóname, Anahí. No supe cómo defenderte. No sé vivir sin mi mamá.”

Lloré mucho al leer esas palabras. Pero también entendí algo: yo merecía ser amada sin condiciones ni sombras.

Hoy crío a mi hijo sola y aunque ha sido difícil, he vuelto a sonreír. A veces me pregunto si fui cobarde o valiente al irme… ¿Cuántas mujeres más viven atrapadas entre el amor y la lealtad mal entendida? ¿Por qué nos cuesta tanto elegirnos a nosotras mismas?