Hermanos de Sangre: Una Amistad a Prueba de Todo

—¡No me puedes hacer esto, Julián! —grité, con la voz quebrada, mientras la lluvia golpeaba el parabrisas de mi viejo Tsuru. El tráfico en Insurgentes era un caos, pero nada comparado con el desastre que sentía en el pecho.

Julián me miró desde el asiento del copiloto, sus ojos oscuros llenos de culpa. Afuera, la ciudad parecía llorar conmigo; las gotas caían pesadas, arrastrando consigo la poca esperanza que me quedaba.

—Lo siento, hermano… No sabía cómo decírtelo —susurró, bajando la mirada.

No podía creerlo. Mi mejor amigo, mi hermano de toda la vida, el que estuvo conmigo cuando papá se fue y mamá se partía el lomo limpiando casas ajenas para que yo pudiera estudiar… él había traicionado mi confianza de la peor manera.

Todo empezó hace dos semanas, cuando noté que Mariana, mi novia desde hace tres años, estaba distante. Pensé que era el estrés de la universidad o los problemas en su casa en Iztapalapa. Pero no. Era Julián. Mi Julián.

Recuerdo cómo nos conocimos: en la primaria, peleándonos por una canica azul. Desde entonces fuimos inseparables. Compartimos los tacos de canasta afuera del metro, los partidos de fútbol en el parque, las tardes de tarea y hasta los sueños de salir adelante. Él era el hermano que la vida me regaló cuando el mío se fue a Estados Unidos y nunca volvió a llamar.

Pero ahora… ahora sentía que todo se desmoronaba.

—¿Por qué? —pregunté, apenas audible.

Julián tragó saliva. —No lo planeamos. Solo… pasó. Yo estaba mal por lo de mi papá y ella también necesitaba a alguien. Fue un error, te lo juro.

El dolor me quemaba por dentro. Quise golpearlo, gritarle que se largara de mi vida para siempre. Pero no pude. Porque a pesar de todo, lo quería como a un hermano.

La lluvia seguía cayendo cuando llegué a casa esa noche. Mamá estaba sentada en la mesa, contando las monedas para ver si alcanzaba para el gas. Su cara cansada me partió el alma.

—¿Todo bien, hijo? —preguntó con esa voz suave que siempre usaba cuando sabía que algo andaba mal.

Quise decirle todo, pero solo pude abrazarla. Ella me acarició el cabello como cuando era niño y lloré en silencio.

Al día siguiente, Mariana vino a buscarme. Su cara hinchada por el llanto me hizo sentir un poco menos solo en mi dolor.

—Perdóname, Leo —me dijo—. No sé qué nos pasó. Yo te quiero… pero también estoy rota.

No supe qué responderle. ¿Cómo se repara un corazón roto? ¿Cómo se perdona una traición así?

Esa semana fue un infierno. En la universidad todos parecían saberlo; las miradas, los murmullos… hasta los profes parecían compadecerme. Quise huir, dejar todo atrás, pero no podía abandonar a mamá ni a mi hermanita Camila, que apenas tenía 10 años y soñaba con ser doctora.

Una noche, mientras cenábamos frijoles con tortillas duras, mamá me miró fijamente:

—La vida es dura, hijo. Pero uno no puede dejar que el rencor lo consuma. Si no puedes perdonar ahora, está bien… pero no te quedes con ese veneno adentro.

Sus palabras me hicieron pensar en papá y en cómo nunca lo perdoné por irse con otra familia al norte. ¿Sería ese mi destino también? ¿Repetir los errores del pasado?

Julián intentó buscarme varias veces. Me mandó mensajes, me esperó afuera de clases, hasta fue a mi trabajo en la tienda de abarrotes de Don Ernesto.

—Leo, por favor… No quiero perderte —me dijo una tarde, bajo la sombra de un jacarandá florecido.

Lo miré largo rato. Vi al niño que compartía su lunch conmigo porque yo no llevaba nada; al adolescente que me defendió cuando unos cholos quisieron asaltarme; al joven que soñaba conmigo con tener una casa propia y sacar a nuestras familias adelante.

—No sé si pueda perdonarte —le dije—. Pero tampoco quiero odiarte toda la vida.

Él asintió, con lágrimas en los ojos.

Pasaron los meses. Mariana se fue a vivir con una tía en Puebla para empezar de nuevo. Julián y yo dejamos de hablarnos un tiempo; cada quien siguió su camino, pero algo dentro de mí se resistía a dejar morir esa hermandad.

Un día recibí una llamada: Julián había tenido un accidente en moto y estaba grave en el hospital Balbuena. No lo dudé; corrí hasta allá como si la vida se me fuera en ello.

Cuando llegué, su mamá lloraba desconsolada en la sala de espera.

—Leo… gracias por venir —me dijo entre sollozos—. Eres lo más cercano a un hermano que tiene.

Entré al cuarto y vi a Julián conectado a mil tubos. Me senté junto a él y le tomé la mano.

—No te vayas, cabrón —le susurré—. Todavía tenemos muchas cosas pendientes.

Esa noche recé como nunca antes. Le pedí a Dios que me diera otra oportunidad para arreglar las cosas.

Julián salió adelante poco a poco. Cuando despertó y me vio ahí, sonrió débilmente.

—¿Me perdonas? —preguntó con voz ronca.

No respondí con palabras; solo lo abracé fuerte, sintiendo que algo dentro de mí sanaba al fin.

Hoy han pasado dos años desde aquel día. Julián y yo seguimos siendo hermanos de vida; aprendimos que la amistad verdadera no es perfecta ni está libre de errores, pero sí es capaz de sanar incluso las heridas más profundas.

A veces pienso en Mariana y en todo lo que perdí… pero también en todo lo que gané: una familia más fuerte y una amistad renovada por el fuego del dolor y el perdón.

¿Vale la pena arriesgarlo todo por una amistad? ¿Ustedes han tenido que perdonar algo imperdonable alguna vez?