Él es mi papá, y estará en mi boda, te guste o no: La decisión de Mariana

—¡No lo quiero ver en mi casa, Mariana! ¡Mucho menos en tu boda!— gritó mi madre, con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas. Yo tenía el vestido de novia colgado en la puerta, y el olor a café recién hecho se mezclaba con la tensión que llenaba la cocina. Mi madre, Lucía, apretaba la taza con tanta fuerza que pensé que se rompería en sus manos.

Me quedé parada frente a ella, sintiendo cómo el corazón me latía en la garganta. —Mamá, es mi papá. Y aunque tú no lo soportes, yo lo necesito ahí. No puedo imaginar ese día sin él— le respondí, intentando mantener la calma, aunque por dentro sentía que me estaba partiendo en dos.

Mi historia no es diferente a la de muchas familias en México. Mis padres se enamoraron jóvenes, en una fiesta de pueblo en Veracruz. Todo era risas, bailes y promesas de amor eterno. Pero cuando nací yo, algo cambió. Mi papá, Ernesto, empezó a llegar tarde a casa. Mi mamá se volvió más callada, más dura. Los gritos se hicieron rutina y los silencios, costumbre. Cuando tenía siete años, mi papá se fue una noche y nunca volvió a dormir bajo nuestro techo.

Crecí escuchando versiones distintas de la misma historia. Para mi mamá, él era un cobarde que no supo ser padre ni esposo. Para mi papá, ella era una mujer fría que nunca lo entendió. Yo solo era una niña atrapada entre dos fuegos cruzados, aprendiendo a sobrevivir entre las ruinas de su amor.

A pesar de todo, nunca dejé de buscarlo. Cada cumpleaños esperaba su llamada. A veces llegaba; otras veces no. Cuando cumplí quince años, apareció con un ramo de rosas y una carta escrita a mano. Me pidió perdón por todo lo que no había sido capaz de darme. Lloramos juntos en la banqueta mientras los vecinos nos miraban desde sus ventanas.

Ahora, a mis veintiséis años, estoy a punto de casarme con Javier, un hombre bueno que ha sabido amarme con paciencia y ternura. Pero el fantasma del pasado sigue persiguiéndome. Mi madre insiste en que invitar a mi papá sería una traición. —¿No te acuerdas de todo lo que nos hizo? ¿De las noches que pasamos solas porque él prefería estar en la cantina?— me reprocha cada vez que intento hablar del tema.

Pero yo también tengo mis heridas. Recuerdo las veces que me quedé esperando en la puerta con mis zapatos nuevos para ir al parque y él nunca llegó. Recuerdo cómo mi mamá lloraba en silencio mientras lavaba los platos. Pero también recuerdo las tardes en que mi papá me llevaba por un helado y me contaba historias de cuando era niño en el rancho.

La semana pasada fui a verlo al taller donde trabaja arreglando motores. El olor a grasa y gasolina me hizo sentir niña otra vez. —¿De verdad quieres que vaya?— me preguntó con voz temblorosa, limpiándose las manos con un trapo viejo.

—Sí, papá. No sería lo mismo sin ti— le respondí, abrazándolo fuerte. Sentí cómo su cuerpo se relajaba después de años de culpa y distancia.

Esa noche soñé con mi familia reunida en una mesa larga, riendo como si nada hubiera pasado. Pero al despertar, la realidad me golpeó: mi madre seguía herida, incapaz de perdonar.

El día de la boda llegó más rápido de lo que esperaba. La iglesia estaba llena de flores blancas y murmullos nerviosos. Mi mamá se veía hermosa pero tensa; mi papá llegó vestido con su mejor traje barato y una sonrisa tímida. Cuando lo vi entrar, sentí una mezcla de alegría y miedo.

Durante la ceremonia, sentí las miradas clavadas en nosotros. Algunos familiares murmuraban; otros evitaban mirar a mi madre. Cuando llegó el momento del vals, tomé la mano de mi papá y bailamos juntos por primera vez desde que era niña. Mi mamá salió del salón llorando.

Después del baile, fui tras ella al jardín oscuro del salón de fiestas. La encontré sentada en una banca, temblando de rabia y tristeza.

—¿Por qué me haces esto?— sollozó.—¿Por qué lo eliges a él después de todo?

Me arrodillé frente a ella y le tomé las manos.—No estoy eligiendo entre ustedes dos, mamá. Solo quiero sanar mis propias heridas. Necesito tenerlo cerca para poder seguir adelante… para poder amarte mejor también a ti.

Ella me miró largo rato antes de apartar la mirada.—No sabes cuánto duele…

—Sí lo sé— le respondí.—Pero también sé que si no dejamos ir el pasado, nunca vamos a ser libres.

La fiesta continuó sin ella por un rato, pero al final regresó al salón y me abrazó fuerte antes de irse temprano esa noche.

Hoy escribo esto desde la pequeña casa que comparto con Javier. Mi relación con mi mamá sigue siendo complicada; con mi papá es frágil pero real. No sé si algún día podremos ser una familia completa otra vez, pero al menos ya no tengo miedo de buscar mi propia felicidad.

A veces me pregunto: ¿cuántas hijas más tendrán que elegir entre sus padres? ¿Cuándo aprenderemos a perdonar para poder sanar? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?