No quiero ser madre: Mi decisión, mi batalla
—¿Y para cuándo los hijos, Mariana? —La voz de mi mamá retumbó en la sala, justo cuando todos estaban sirviéndose el segundo plato del almuerzo familiar. Sentí las miradas de mis tías, de mi abuela, incluso de mis primos más chicos. El aire se volvió denso, como si de pronto todos esperaran una respuesta que yo ya había decidido, pero nunca me había atrevido a decir en voz alta.
Respiré hondo. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que se notaría en mi cuello. —No quiero tener hijos, mamá —dije, con la voz temblorosa pero firme. El silencio fue absoluto. Ni el perro se atrevió a moverse bajo la mesa.
Mi papá bajó la cabeza. Mi abuela, doña Carmen, se persignó y murmuró algo sobre el castigo de Dios. Mi tía Lucía soltó una risita nerviosa y mi primo Diego me miró como si acabara de confesar un crimen. Nadie dijo nada durante varios segundos, hasta que mi mamá, con los ojos llenos de lágrimas, soltó:
—¿Pero cómo puedes decir eso? ¿No piensas en lo sola que vas a estar cuando seas vieja? ¿En quién te va a cuidar?
Sentí un nudo en la garganta. No era la primera vez que escuchaba esas palabras, pero sí era la primera vez que las enfrentaba de frente, sin esconderme detrás de excusas o silencios incómodos. —Prefiero estar sola a traer al mundo a alguien solo porque se espera de mí —respondí, tratando de no llorar.
La conversación se desvió, pero el ambiente nunca volvió a ser el mismo ese día. Cuando todos se fueron, mi mamá se sentó a mi lado en el sofá. —Mariana, yo solo quiero lo mejor para ti. Tener hijos es lo más bonito que me ha pasado en la vida. No entiendo cómo puedes rechazar esa bendición.
—Mamá, para ti fue bonito. Para mí sería una carga. No siento ese deseo, no me nace. No quiero vivir una vida que no es mía solo para cumplir expectativas ajenas.
Ella suspiró y me abrazó fuerte, como si quisiera protegerme de una tormenta invisible. Pero esa tormenta ya estaba dentro de mí.
Esa noche no pude dormir. Pensé en todas las veces que había escuchado comentarios como “se te va a pasar el tren”, “vas a arrepentirte”, “¿y tu reloj biológico?”. Pensé en mis amigas del colegio, casi todas ya madres, compartiendo fotos de sus bebés en WhatsApp mientras yo compartía fotos de mis viajes o mis libros favoritos. Pensé en lo sola que me sentía a veces, pero también en lo libre que era.
En el trabajo, los chismes no tardaron en llegar. Un día escuché a dos compañeras hablando en la cocina:
—Dicen que Mariana no quiere tener hijos…
—¿En serio? Qué raro…
—Sí, seguro es porque es muy ambiciosa o porque no ha encontrado al hombre correcto.
Me dolió. No porque dudaran de mi capacidad de amar, sino porque nadie parecía entender que mi decisión era tan válida como la de quienes sí querían ser madres.
Un domingo, mi abuela Carmen me llamó aparte después de misa. —Mijita, yo sé que tienes tus razones, pero ¿no te da miedo arrepentirte? Yo tuve cinco hijos y mira todo lo que hemos construido…
La miré a los ojos y sentí ternura y tristeza al mismo tiempo. —Abuela, yo admiro tu vida y todo lo que has hecho por la familia. Pero yo quiero construir algo diferente. Quiero viajar, estudiar más, ayudar a otros de otra manera.
Ella asintió despacio y me apretó la mano. —Solo prométeme que vas a ser feliz con lo que elijas.
Las semanas pasaron y la tensión en casa seguía. Mi papá dejó de hablarme durante días; mi mamá lloraba en silencio por las noches; mis tías me mandaban mensajes con videos sobre “la alegría de ser madre”. En cada reunión familiar sentía que caminaba sobre vidrios rotos.
Un día exploté. Durante el cumpleaños de mi primo Diego, cuando una tía volvió a preguntarme si ya había cambiado de opinión, me levanté y grité:
—¡Basta! ¡No voy a tener hijos! ¡No soy menos mujer por eso! ¡Déjenme vivir mi vida!
Todos se quedaron callados. Mi mamá lloró aún más fuerte y mi papá salió al patio sin decir palabra. Sentí culpa y alivio al mismo tiempo.
Esa noche me encerré en mi cuarto y lloré hasta quedarme dormida. Soñé con una niña pequeña que me miraba desde lejos y me sonreía antes de desaparecer entre la multitud.
Al día siguiente, mi mamá entró a mi cuarto con un café caliente y se sentó a mi lado.
—Perdónanos si te hemos hecho sentir mal —dijo suavemente—. Solo queremos verte feliz… aunque nos cueste entenderlo.
La abracé y lloramos juntas. Sabía que el camino sería largo y que tal vez nunca lograría convencerlos del todo. Pero también supe que había dado un paso importante: había defendido mi derecho a elegir.
Hoy sigo enfrentando preguntas incómodas y miradas de juicio cada vez que digo que no quiero ser madre. Pero también he encontrado apoyo en amigas y mujeres que han pasado por lo mismo. He aprendido a poner límites y a cuidar mi paz mental.
A veces me pregunto si algún día dejarán de juzgarnos por elegir diferente. ¿Por qué cuesta tanto aceptar que cada mujer tiene derecho a decidir sobre su propio cuerpo y su propia vida? ¿Y tú? ¿Alguna vez has sentido esa presión? ¿Qué harías tú en mi lugar?