Entre el amor y el cansancio: La decisión que me rompió el alma

—¡Abuela, no! ¡No quiero bañarme!—gritó Emiliano mientras corría por la sala, esquivando los cojines y tirando el florero que heredé de mi mamá. El agua se desparramó por el piso y sentí cómo la rabia y la impotencia me subían por la garganta. Tenía el corazón acelerado, las manos temblorosas y una pregunta martillando en mi cabeza: ¿En qué momento se volvió esto insoportable?

Me llamo Rosa Elena y tengo 65 años. Vivo en un barrio popular de Ciudad de México, donde las casas están pegadas unas a otras y los chismes vuelan más rápido que el metro en hora pico. Hace tres años, mi hija Lucía llegó a mi puerta con Emiliano de la mano y una maleta vieja. «Mamá, necesito que me ayudes. No puedo sola», me dijo con los ojos hinchados de tanto llorar. Su esposo la había dejado por otra mujer y ella tenía que trabajar doble turno en una tienda de autoservicio para poder pagar la renta de un cuartito en Iztapalapa.

Al principio, cuidar a Emiliano era mi alegría. Tenía apenas cuatro años, los cachetes redondos y una risa que llenaba la casa de luz. Pero pronto empecé a notar que algo no andaba bien. No obedecía, rompía todo lo que encontraba, hacía berrinches interminables y no había castigo ni premio que lo hiciera cambiar. «Es la edad», decían las vecinas. «Todos los niños son así». Pero yo sabía que no era normal.

Una tarde, mientras intentaba hacer la comida, Emiliano se subió a la azotea y empezó a lanzar piedras a los carros que pasaban. Bajé corriendo las escaleras, casi me caigo, y cuando lo alcancé le grité tan fuerte que hasta los perros del vecino se callaron. Él sólo me miró con esos ojos grandes y oscuros, llenos de rabia y tristeza, y me dijo: «Ojalá te mueras como mi papá dice».

Sentí que el mundo se me venía encima. ¿Cómo podía un niño tan pequeño decir algo así? ¿Qué estaba haciendo mal? Esa noche no pude dormir. Me dolía el cuerpo, pero más el alma. Pensé en mi hija Lucía, en cómo la vida la había golpeado desde joven, en cómo yo misma había sido una madre dura porque así me enseñaron a ser. ¿Será que Emiliano sólo está repitiendo lo que ve?

Los días pasaron y el problema empeoró. Emiliano empezó a pegarme cuando no le daba lo que quería. Una vez me mordió tan fuerte el brazo que tuve que ir al centro de salud para que me pusieran una pomada. «Señora, ¿no será que el niño necesita ayuda psicológica?», me preguntó la doctora. Sentí vergüenza, como si me estuvieran acusando de ser mala abuela.

Hablé con Lucía esa noche. Ella llegó cansada, con las ojeras marcadas y las manos llenas de callos por cargar cajas todo el día.

—Lucía, ya no puedo sola con Emiliano. Me está lastimando—le dije con voz baja para que el niño no escuchara.

—Mamá, por favor… No tengo a nadie más. Si tú no me ayudas, ¿qué voy a hacer?—me respondió con lágrimas en los ojos.

—Pero hija, esto ya no es normal. El niño necesita ayuda profesional. Yo ya no tengo fuerzas.

—¿Y tú crees que yo sí?—me gritó de pronto—¡Tú siempre fuiste más dura conmigo! ¡Ahora te toca aguantar!

Me quedé callada. Sentí una punzada de culpa tan grande que casi me ahogo en ella. Recordé cuando Lucía era niña y yo le pegaba con la chancla porque así me enseñó mi mamá. Recordé sus gritos, sus lágrimas, su miedo. ¿Será que ahora la vida me está cobrando todo eso?

Esa noche Emiliano hizo otro berrinche porque no le compré un helado en la tienda. Tiró todos los platos al suelo y rompió mi foto favorita con su abuelo Juan, el único hombre bueno que conocí en mi vida. Me senté en la cama y lloré como hacía años no lloraba.

Al día siguiente fui al DIF del barrio a pedir ayuda. Me atendió una psicóloga joven llamada Mariana.

—Señora Rosa Elena, usted no está sola. Hay muchos abuelos cuidando nietos porque los padres tienen que trabajar o porque las familias están rotas. Pero usted tiene derecho a descansar también.

—¿Y si mi hija se enoja? ¿Y si me deja de hablar?—pregunté temblando.

—A veces hay que poner límites para salvarse uno mismo y ayudar realmente al niño—me dijo con dulzura.

Salí del DIF con un folleto arrugado en la mano y una decisión tomada en el corazón: ya no podía seguir así. Esa tarde esperé a Lucía sentada en la sala.

—Hija, ya hablé con el DIF. Van a ayudar a Emiliano, pero yo ya no puedo cuidarlo todo el día. Necesito descansar, necesito vivir mis últimos años en paz.

Lucía se quedó muda unos segundos y luego explotó:

—¡Eres igual que todos! ¡Nadie quiere ayudarnos! ¡Por eso estamos como estamos!

Emiliano escuchó los gritos y corrió a abrazarme llorando:

—No te vayas abuela…

Lo abracé fuerte, sintiendo su cuerpecito temblar contra el mío. Le susurré al oído:

—Siempre te voy a querer, pero necesito ayuda para quererte mejor.

Esa noche dormí poco pero tranquila. Por primera vez en años sentí que había hecho lo correcto aunque doliera como arrancarse un pedazo del alma.

Hoy Emiliano va dos veces por semana al DIF con Mariana y otros niños como él. Lucía sigue trabajando mucho pero poco a poco ha entendido que ella también necesita sanar sus heridas para poder cuidar a su hijo.

A veces escucho a las vecinas murmurar: «Pobre Rosa Elena, abandonó al nieto» o «Qué mala madre fue para que le saliera así la hija». Pero yo sé mi verdad.

¿Hasta dónde debe llegar el amor de una abuela? ¿Cuánto sacrificio es justo pedirle a alguien solo porque es familia? ¿Quién cuida a los cuidadores?

Quizá nunca tenga todas las respuestas, pero hoy sé que poner límites también es un acto de amor.