Nunca te dejaré ir: El precio de un secreto familiar

—No te voy a dejar ir. Nadie te va a arrebatar de mi lado. Nadie.

El eco de mis propias palabras retumbaba en mi cabeza mientras apretaba los puños detrás del escritorio. Afuera, la tarde caía sobre el pueblo con ese olor a tierra mojada y tortillas recién hechas. El consultorio ya estaba vacío, pero yo seguía ahí, repasando los expedientes de mis pacientes, intentando distraerme del dolor sordo que me acompañaba desde hacía semanas.

De pronto, un golpe suave en la puerta me hizo levantar la vista. «¿Se puede?» preguntó una voz temblorosa. En el umbral estaba una joven de cabello oscuro y ojos grandes, llenos de algo que no supe descifrar al principio. Me resultaba familiar, pero estaba segura de que nunca había venido a consulta.

«Las consultas ya terminaron por hoy. Solo atiendo con cita previa», respondí con voz cansada, sin apartar la mirada de su rostro.

Ella vaciló. «Por favor… necesito hablar con usted. Es urgente.»

Algo en su tono me hizo dejar los papeles a un lado. «Está bien, pasa. ¿Cómo te llamas?»

«Soy Mariana… Mariana Antonina.»

Sentí que el mundo se detenía. Mariana era mi hermana menor, la niña que había criado casi como una hija cuando mamá murió y papá se perdió en el alcohol. Pero hacía meses que no sabía nada de ella; se había ido a Guadalajara a estudiar y apenas respondía mis mensajes.

«¿Qué te pasa? ¿Por qué vienes así?» pregunté, tratando de mantener la calma mientras mi corazón latía con fuerza.

Mariana cerró la puerta tras de sí y se sentó frente a mí, con las manos temblorosas. «No sé a quién más acudir… Me siento perdida, Magda.»

Me acerqué y le tomé las manos. «Dime la verdad. ¿Te hizo algo alguien? ¿Fue ese muchacho con el que andabas?»

Ella negó con la cabeza, pero sus ojos se llenaron de lágrimas. «No es eso… Es papá. Volvió a buscarme. Dice que quiere que regrese a casa, pero yo no puedo… No puedo perdonarlo por lo que nos hizo.»

Sentí una punzada en el pecho. Nuestro padre había sido un hombre duro, violento cuando bebía, incapaz de darnos cariño después de la muerte de mamá. Yo había hecho todo lo posible por proteger a Mariana, por darle una infancia más digna, pero siempre sentí que le fallé.

«No tienes que volver si no quieres», le aseguré, acariciándole el cabello como cuando era niña.

Mariana sollozó. «No entiendes… Él sabe algo sobre mí. Algo que puede arruinarme la vida si lo cuenta.»

Me quedé helada. «¿Qué sabe?»

Ella bajó la mirada y murmuró: «Que estoy embarazada… Y no es de mi novio. Es del profesor con el que trabajaba en Guadalajara. Papá lo descubrió y me amenazó con contarlo si no vuelvo a vivir con él y le ayudo en su taller.»

Sentí rabia, impotencia y miedo al mismo tiempo. «¡Ese desgraciado! No tienes por qué ceder a sus chantajes, Mariana. Yo estoy aquí para ti. Nadie va a hacerte daño mientras yo viva.»

Mariana me abrazó con fuerza, llorando como cuando tenía cinco años y se escondía bajo las cobijas para no escuchar los gritos de papá.

Esa noche no pude dormir. Me debatía entre el deber profesional y el amor incondicional por mi hermana. ¿Debía denunciar al profesor? ¿Enfrentar a papá y arriesgarme a que todo el pueblo supiera nuestro secreto? En Jalisco, los chismes vuelan más rápido que el viento y una reputación puede destruirse en un segundo.

Al día siguiente fui a buscar a papá al taller mecánico donde trabajaba desde hacía años. El olor a aceite quemado y sudor me revolvió el estómago.

«¿Qué haces aquí?», gruñó sin mirarme.

«Déjala en paz, papá. Mariana no va a volver contigo ni vas a chantajearla con su secreto», le espeté sin rodeos.

Él soltó una carcajada amarga. «¿Y tú qué vas a hacer? ¿Contarle al pueblo lo buena psicóloga que eres mientras tu hermana anda metida en líos? Tú siempre tan santa… Pero bien sabes que todos tenemos algo que esconder.»

«No me importa lo que digan de mí», respondí con voz firme aunque por dentro temblaba. «Pero si sigues molestando a Mariana, te juro que te denuncio por violencia familiar y por encubrimiento del profesor ese.»

Papá me miró por fin, con esos ojos cansados y llenos de rencor. «Tú no entiendes nada, Magdalena. Yo solo quiero protegerla… Como tú crees protegerla también. Pero ella es débil, siempre lo ha sido. Si no la controlo yo, la va a controlar otro peor.»

Sentí ganas de gritarle todo lo que había callado durante años: el dolor, el miedo, la vergüenza de tener un padre así. Pero solo pude decir: «No vuelvas a acercarte a ella o te vas a arrepentir.» Salí del taller temblando, sintiendo que acababa de romper algo irremediablemente.

Esa tarde hablé con Mariana sobre denunciar al profesor, pero ella tenía miedo: «Si lo hago, todos van a saberlo… Van a decir que yo lo busqué, que fue mi culpa.» La entendí demasiado bien; en nuestro pueblo las mujeres siempre cargan con la culpa ajena.

Pasaron los días y el rumor empezó a correr: Mariana había vuelto embarazada y sin novio; yo la protegía porque era una «mujerzuela»; papá decía que solo quería lo mejor para nosotras pero nadie sabía la verdad completa.

Una noche encontré a Mariana llorando en la cocina, abrazada al vientre ya abultado.

«¿Y si nunca puedo perdonarme? ¿Y si este niño crece odiándome porque no fui capaz de defenderlo desde antes?», sollozaba.

La abracé fuerte y le susurré: «El amor no se mide por los errores sino por las veces que decidimos seguir adelante pese al miedo.» Le prometí que estaría con ella hasta el final, aunque eso significara enfrentarme al pueblo entero o perder mi trabajo como psicóloga.

El día del parto fue largo y doloroso; Mariana casi muere desangrada porque el hospital público estaba saturado y nadie quería atenderla rápido por ser «la hija del borracho» y «la protegida de la psicóloga». Cuando por fin escuché el llanto del bebé sentí una mezcla de alivio y rabia contra un sistema que nos había fallado tantas veces.

Hoy miro a mi sobrino dormir en mis brazos mientras Mariana descansa después de meses de pesadillas y lágrimas. Papá ya no volvió a buscarnos; dicen que se fue del pueblo avergonzado o tal vez huyendo de sí mismo.

A veces me pregunto si hice lo correcto al desafiarlo todo por proteger a mi hermana o si solo perpetué ese ciclo de secretos y silencios que tanto daño nos hizo desde niñas.

¿Hasta cuándo vamos a cargar las mujeres con culpas ajenas? ¿Cuándo aprenderemos a romper el silencio sin miedo al qué dirán?