Después de la Tormenta: La Historia de Mariana y Julián
—¡Mariana, no te vayas! —gritó Julián, su voz quebrada por la desesperación, mientras yo cerraba la puerta con manos temblorosas.
Nunca pensé que llegaría a esto. Hace un año, si alguien me hubiera dicho que abandonaría a Julián, me habría reído en su cara. ¿Cómo iba a dejar al hombre que fue mi compañero durante doce años? El padre de mis hijos, el hombre que me hacía reír hasta llorar, que me preparaba mate cada mañana y me abrazaba fuerte cuando el mundo parecía venirse abajo. Pero la vida, como el río Paraná en crecida, arrasa con todo sin pedir permiso.
Todo cambió aquella tarde de febrero. Julián llegó a casa con fiebre y un dolor de cabeza insoportable. Pensamos que era dengue, como tantos otros en nuestro barrio de Avellaneda. Pero no mejoraba. Los médicos no sabían qué tenía. Pasaron semanas entre hospitales públicos saturados y diagnósticos contradictorios. Finalmente, dijeron que era una encefalitis viral. Salió del hospital distinto. Ya no era el mismo Julián.
Al principio pensé que era el cansancio. Se olvidaba de cosas simples: dónde había dejado las llaves, qué día era el cumpleaños de nuestra hija Lucía. Pero pronto llegaron los cambios de humor. Se enojaba por cualquier cosa. Gritaba. Rompía cosas. Una noche, tiró el celular contra la pared porque no encontraba una foto vieja de su mamá.
—¿Qué te pasa, Julián? —le pregunté una madrugada, cuando lo encontré llorando en la cocina.
—No sé… siento que me estoy volviendo loco —me respondió, con los ojos perdidos.
Intenté ayudarlo. Busqué psicólogos, psiquiatras, curanderos del barrio. Mi mamá me decía que le hiciera una limpia con ruda y huevo. Su hermana insistía en que era cuestión de fe y que debíamos rezar más. Pero nada funcionaba.
Los chicos empezaron a tenerle miedo. Lucía se escondía bajo la cama cuando Julián levantaba la voz. Tomás, el más chiquito, se orinaba encima cada vez que su papá entraba a la habitación. Yo me sentía atrapada entre el amor y el terror.
Una noche, después de una discusión absurda porque la comida estaba fría, Julián me empujó contra la heladera. Nunca antes me había tocado así. Vi en sus ojos algo que no reconocí: rabia, dolor, miedo… todo mezclado.
—¡No soy yo! —gritó él, llorando después—. ¡No soy yo!
Esa noche dormí con los chicos en la misma cama. No pegué un ojo. Al amanecer, llamé a mi hermana Laura.
—No puedo más —le susurré al teléfono—. Tengo miedo por los chicos… y por mí.
Laura vino en su auto destartalado desde Florencio Varela y me ayudó a empacar lo esencial: ropa para los chicos, documentos, algo de plata escondida en una lata de galletitas. Salimos sin mirar atrás.
Ahora vivimos en su casa chica pero llena de amor, en las afueras de Buenos Aires. Los chicos duermen juntos en un colchón en el piso y yo comparto cama con Laura. No es fácil. Extraño mi casa, mi vida… extraño al Julián de antes.
A veces recibo mensajes suyos:
—Perdoname, Marianita… Volvé, por favor.
Pero también llegan mensajes llenos de odio:
—Me arruinaste la vida… ¡Sos una basura!
No sé cuál Julián es real ahora. El hombre dulce que amé o este desconocido que me culpa por todo.
La familia está dividida. Mi suegra me llama cobarde por abandonar a su hijo enfermo. Mi mamá dice que hice lo correcto por proteger a los chicos. Mis amigas se turnan para escucharme llorar por WhatsApp y recordarme que no estoy sola.
El barrio murmura. Algunos dicen que soy una desagradecida; otros entienden mi miedo. En la feria del sábado pasado escuché a dos vecinas hablar bajito:
—¿Viste lo de Mariana? Dicen que Julián se volvió loco después de la enfermedad…
Me duele escuchar eso. Me duele más saber que es cierto.
Los chicos preguntan por su papá todas las noches.
—¿Cuándo vamos a volver a casa? —pregunta Lucía con ojos grandes y tristes.
No sé qué responderle. ¿Cómo explicarle que su papá está enfermo? ¿Cómo decirle que tengo miedo?
A veces sueño con volver atrás en el tiempo, antes de la enfermedad, antes del caos. Me veo a mí misma riendo con Julián en la plaza San Martín mientras los chicos juegan a la pelota. Pero despierto y todo es distinto.
He pensado en volver muchas veces. Pero cada vez que dudo, recuerdo el miedo en los ojos de mis hijos y sé que hice lo correcto.
La plata no alcanza. Laura trabaja limpiando casas y yo hago tortas para vender en el barrio. A veces siento vergüenza cuando tengo que pedir fiado en el almacén o cuando Lucía me pide una muñeca nueva y no puedo dársela.
Pero también he descubierto una fuerza que no sabía que tenía. Mis hijos sonríen más ahora; juegan tranquilos sin sobresaltos ni gritos. Laura me abraza cada noche y me dice:
—Vamos a salir adelante, hermana… juntas podemos con todo.
A veces Julián aparece en la puerta de Laura, suplicando ver a los chicos o gritando insultos desde la vereda hasta que los vecinos llaman a la policía. Me parte el alma verlo así; tan perdido, tan solo.
He aprendido a vivir un día a la vez. A veces lloro por las noches cuando todos duermen; otras veces me sorprendo riendo con mis hijos mientras hacemos pan casero o vemos una novela vieja en la tele prestada.
No sé qué será del futuro. No sé si Julián algún día volverá a ser el hombre que amé o si esta herida sanará alguna vez.
Pero hoy estoy aquí, resistiendo como tantas mujeres argentinas antes que yo: con miedo, sí; pero también con esperanza.
¿Hice bien en irme? ¿O fui cobarde por no luchar más? ¿Cuántas mujeres viven esto en silencio? ¿Qué harías vos si estuvieras en mi lugar?