Padre solo en Ciudad del Este: Turnos nocturnos, lágrimas y una carta inesperada
—¡Papá, no te vayas! —gritó Tomás, aferrándose a mi pantalón mientras yo buscaba las llaves con una mano y sostenía la mochila del trabajo con la otra. El reloj marcaba las diez y media de la noche; afuera, la humedad de Ciudad del Este se pegaba a la piel como un recordatorio de que aquí nada es fácil.
—Tengo que irme, hijo. Si no trabajo, no comemos —le respondí, tragando saliva para no dejar salir las lágrimas. Sofía, mi hija menor, ya dormía en el sofá, abrazando el peluche que le regaló su mamá antes de irse. Lucía se fue hace seis meses, llevándose consigo la mitad de mi vida y dejando dos niños que apenas entienden por qué mamá ya no está.
Cierro la puerta con cuidado, sintiendo el peso de la culpa y el cansancio en cada paso. Camino rápido por las calles oscuras del barrio San Rafael, esquivando perros callejeros y saludando a don Ernesto, que siempre está sentado en su silla de plástico fumando tabaco barato.
En la fábrica de empaques donde trabajo, el aire huele a cartón y sudor. Mis compañeros son casi todos hombres como yo: cansados, con ojeras profundas y sueños rotos. —¿Otra vez tarde, Rodrigo? —me dice el supervisor, don Víctor, sin mirarme a los ojos. Asiento en silencio y me pongo el uniforme azul desteñido.
Las horas pasan lentas entre máquinas ruidosas y pensamientos oscuros. Pienso en Lucía: ¿Dónde estará? ¿Pensará en los niños? ¿En mí? Recuerdo la última pelea, su grito ahogado: “¡No aguanto más esta vida!” Y luego el portazo. Desde entonces, cada día es una batalla contra la tristeza y el miedo a fallarles a Tomás y Sofía.
A las cinco de la mañana regreso a casa. El barrio huele a pan recién hecho y a basura acumulada. Abro la puerta y encuentro a Tomás dormido en el suelo junto a la puerta. Me arrodillo y lo abrazo fuerte. —Perdóname, hijo —susurro—. Estoy haciendo lo mejor que puedo.
Los días se repiten: llevar a los chicos al colegio público, preparar arroz con huevo porque no alcanza para carne, lavar la ropa a mano porque la lavadora se rompió hace meses. Mi madre me llama desde Encarnación: —Rodrigo, vení con los chicos unos días. Pero no puedo dejar el trabajo; si falto, me despiden.
Una tarde, mientras ayudo a Sofía con la tarea, Tomás me pregunta: —¿Por qué mamá no llama? —No sé qué responderle. Le acaricio el cabello y le digo: —A veces los adultos también se pierden, hijo.
El dinero nunca alcanza. Un día me llaman del colegio: Sofía está enferma. Pido permiso para salir antes del turno y don Víctor me mira con desprecio: —Si seguís así, te vas a quedar sin trabajo. Siento rabia e impotencia; ¿cómo elegir entre el trabajo y mis hijos?
Esa noche, mientras lavo los platos, escucho un golpe en la puerta. Es doña Marta, la vecina. —Rodrigo, llegó esto para vos —me entrega un sobre arrugado con mi nombre escrito a mano. Lo abro temblando; dentro hay una carta de Lucía.
“Rodrigo: Sé que te fallé y que te dejé solo con todo. No puedo volver ahora, pero quiero que sepas que pienso en ustedes cada día. Estoy trabajando en Asunción y cuando junte suficiente dinero quiero ayudarles. Decile a Tomás y Sofía que los amo.”
Me siento en el suelo y lloro como un niño. No sé si sentir alivio o más dolor. Tomás se acerca y me abraza sin decir nada. Esa noche duermo abrazado a mis hijos por primera vez en meses.
Los días siguientes algo cambia en mí. Sigo cansado, sigo luchando, pero ya no me siento tan solo. Empiezo a hablar más con los chicos; les cuento historias de cuando era niño en Encarnación, les enseño a hacer sopa paraguaya los domingos aunque salga dura.
En el trabajo sigo teniendo problemas; don Víctor me amenaza con despedirme si falto otra vez. Un día exploto: —¿Usted nunca tuvo hijos? ¿Nunca tuvo miedo de perderlo todo? Él me mira sorprendido y no responde.
La carta de Lucía me da fuerzas para seguir buscando soluciones. Hablo con doña Marta y ella me ayuda a cuidar a Sofía cuando tengo turno extra. Empiezo a vender chipas los fines de semana en el mercado para ganar un poco más.
Un domingo recibo otra carta de Lucía: “Ya casi tengo el dinero para mandarles algo. No pierdas la fe.” Por primera vez en mucho tiempo siento esperanza.
A veces pienso en lo injusta que es la vida para quienes nacimos sin privilegios. Pero también pienso en la fuerza que tenemos para resistir. Mis hijos sonríen más seguido ahora; yo también.
Hoy escribo esto mientras Tomás juega fútbol en la calle y Sofía dibuja mariposas en su cuaderno. No sé qué pasará mañana; tal vez Lucía vuelva o tal vez no. Pero aprendí que incluso en medio del dolor puede nacer una esperanza inesperada.
¿Será que algún día podré perdonar a Lucía? ¿O aprenderé a vivir con este vacío? ¿Cuántos padres como yo luchan cada día en silencio? Los leo.