Sin Aire: La Noche Que Todo Cambió
—¿Dónde estabas, Mariana? —La voz de mi mamá retumbó en la oscuridad como un trueno inesperado. Me quedé paralizada, con la mano aún en la perilla de mi puerta. El silencio era tan denso que sentí que me faltaba el aire.
No respondí de inmediato. Mi corazón latía tan fuerte que temía que ella pudiera escucharlo desde el pasillo. Había salido sin permiso, otra vez, y lo sabía. Pero esta vez no era por una fiesta ni por un novio secreto. Esta vez era por mí, por ese pequeño respiro que necesitaba para no ahogarme en la rutina asfixiante de nuestra casa en Ciudad de México.
—Te pregunté algo, Mariana —insistió mi mamá, encendiendo la luz del pasillo. Su bata azul estaba mal puesta y sus ojos, hinchados de tanto llorar o no dormir, me miraban con una mezcla de rabia y miedo.
—Fui a caminar, mamá. Solo necesitaba pensar —mentí, bajando la mirada para evitar sus ojos acusadores.
Ella se acercó y me tomó del brazo con fuerza.
—¿Pensar? ¿A las once de la noche? ¿Y si te pasa algo? ¿Y si te secuestran? ¿Tú sabes cuántas chicas desaparecen cada día?
Sentí un nudo en la garganta. Sí, lo sabía. Lo sabíamos todas. Pero nadie hablaba de lo que nos pasaba adentro, de cómo nos asfixiábamos bajo el peso de las expectativas y los miedos heredados.
—No soy una niña, mamá —susurré, intentando soltarme.
—¡Mientras vivas bajo mi techo, harás lo que yo diga! —gritó ella, y su voz tembló al final.
Me solté bruscamente y corrí a mi cuarto. Cerré la puerta y me dejé caer al suelo, abrazando mis rodillas. Las lágrimas me ardían en los ojos, pero no lloré. No podía darme ese lujo. No otra vez.
Desde pequeña, mi vida había sido una lista interminable de reglas: no salgas sola, no hables con extraños, no uses esa falda tan corta, no llegues tarde. Mi papá se fue cuando yo tenía ocho años y desde entonces mi mamá se convirtió en policía, juez y verdugo. Decía que era por mi bien, pero yo sentía que era para llenar el vacío que él dejó.
Esa noche, mientras escuchaba a mi mamá llorar al otro lado de la puerta, pensé en todas las veces que quise gritarle que yo también tenía miedo. Miedo de no ser suficiente, miedo de decepcionarla, miedo de convertirme en una estadística más.
Al día siguiente, el desayuno fue un campo minado de silencios y miradas esquivas. Mi hermano menor, Diego, apenas levantó la vista del celular. Mi mamá sirvió los huevos revueltos sin decir palabra.
—¿Vas a ir a la universidad hoy? —preguntó finalmente.
Asentí sin mirarla. Estudiar Derecho era su sueño, no el mío. Yo quería ser escritora, pero nunca tuve el valor de decírselo.
En la universidad, mis amigas hablaban de fiestas y novios. Yo solo pensaba en cómo escapar sin romperle el corazón a mi mamá. Una tarde, después de clases, me encontré con Sofía en la cafetería.
—Te ves cansada —me dijo mientras removía su café.
—No dormí bien —respondí.
Ella me miró con compasión.
—¿Otra pelea con tu mamá?
Asentí. Sofía también vivía con su abuela y entendía lo que era cargar con las expectativas familiares.
—A veces siento que no puedo respirar —le confesé en voz baja.
Ella tomó mi mano y apretó fuerte.
—No estás sola, Mariana. Todas estamos luchando contra algo. Pero tienes derecho a vivir tu vida.
Sus palabras me dieron fuerzas para enfrentar esa noche. Cuando llegué a casa, encontré a mi mamá sentada en el sofá con una caja de fotos viejas. Me senté a su lado en silencio.
—¿Recuerdas cuando fuimos a Acapulco? —preguntó mostrándome una foto donde papá aún sonreía.
Asentí y sentí un nudo en el estómago.
—Yo solo quiero protegerte —dijo ella con voz quebrada—. No quiero perderte como perdí a tu papá.
Por primera vez vi su miedo desnudo, sin rabia ni reproches. Me atreví a tomar su mano.
—Mamá, yo también tengo miedo. Pero necesito aprender a vivir sin sentirme culpable por querer ser feliz.
Nos quedamos así un rato largo, llorando juntas por todo lo que nunca nos dijimos.
Los días siguientes fueron un poco más ligeros. Mi mamá empezó a preguntar menos y escuchar más. Yo empecé a escribir mis historias en secreto y a soñar con publicarlas algún día.
Pero la vida no es una telenovela donde todo se resuelve en un capítulo. Un domingo cualquiera, Diego no regresó a casa después de una fiesta. Mi mamá entró en pánico y yo sentí el mismo terror que ella tantas veces sintió por mí.
Horas después apareció sano y salvo, pero esa noche entendí algo importante: todos vivimos con miedo en este país donde salir a la calle puede ser un acto de valentía. Pero también entendí que el amor no puede ser una jaula.
Hoy escribo estas líneas desde mi cuarto, mientras escucho a mi mamá reírse con Diego en la cocina. No sé si algún día dejaré de sentir ese peso en el pecho cada vez que salgo sola o tomo una decisión importante. Pero sé que ya no estoy sola en mi lucha por respirar.
¿Hasta cuándo vamos a vivir con miedo? ¿Cuándo aprenderemos a confiar en nosotras mismas y en quienes amamos? ¿Ustedes también sienten que les falta el aire a veces?