Extraños, pero los más cercanos: La historia de Doña Carmen y Don Ernesto
—¡Don Ernesto, por favor! ¡No puede hacer eso! —Mi voz temblaba tanto como mis manos, aferradas al papel arrugado del hospital. El olor a desinfectante y el murmullo constante de enfermeras llenaban la sala, pero en ese momento solo existíamos él y yo.
Don Ernesto me miró con esos ojos cansados, llenos de años y silencios. —Doña Carmen, usted sabe que no soy su familia. ¿Por qué insiste en ponerme como su contacto de emergencia? ¿Dónde está su hijo? —Su tono era duro, pero debajo sentí una compasión que me dolía más que cualquier reproche.
Me enderecé en la silla, sintiendo cómo la rabia y la tristeza se mezclaban en mi pecho. —¿Familia? ¿Quién es familia, Don Ernesto? ¿Mi hijo Luis, que llama una vez cada seis meses desde Monterrey? ¿O mi nuera, que ni siquiera me deja hablar con mis nietos por videollamada porque dice que los «confundo»? —Las palabras salieron como un torrente, imposibles de detener.
Él suspiró, bajando la mirada hacia sus manos nudosas. —No es justo para usted ni para mí. Yo solo soy su vecino. Apenas nos conocemos más allá del saludo en el elevador y los chismes del edificio.
—Pero usted es el único que vino cuando me caí en el baño. El único que preguntó si necesitaba algo cuando escuchó que tosía toda la noche. ¿Eso no cuenta para nada? —Sentí las lágrimas arderme en los ojos, pero no las dejé caer. No frente a él.
El silencio se hizo pesado entre nosotros. Afuera, una ambulancia gritó su urgencia por la avenida Insurgentes. Adentro, mi corazón gritaba otra cosa: miedo. Miedo a quedarme sola. Miedo a ser invisible.
—¿Sabe qué es lo peor de todo esto? —le dije bajito—. Que uno pasa la vida entera cuidando a los demás, esperando que algún día alguien te devuelva aunque sea un poquito de ese cariño. Pero parece que la vida no funciona así.
Don Ernesto se removió incómodo. —Yo también tengo un hijo, ¿sabe? Se fue a vivir a Buenos Aires hace años. Me manda dinero cada mes, pero ni siquiera sé si sigue casado o si tiene hijos. A veces pienso que ya ni se acuerda de cómo suena mi voz.
Nos quedamos callados. Dos viejos sentados en una sala fría, compartiendo el mismo dolor disfrazado de orgullo.
De pronto, entró la enfermera con su uniforme rosa y una sonrisa forzada. —¿Listos para el chequeo? —preguntó sin mirar realmente a nadie.
Asentí en silencio mientras Don Ernesto se levantaba despacio. Antes de salir, se detuvo en la puerta y me miró por encima del hombro.
—Si quiere que firme como su contacto, lo haré. Pero solo si usted promete dejarme invitarle un café cuando salgamos de aquí.
No pude evitar sonreír entre lágrimas. —Trato hecho.
Esa noche no dormí. Pensé en Luis, en cómo lo crié sola después de que su papá nos dejó por otra mujer en Veracruz. Pensé en las noches sin cenar para que él pudiera ir a la universidad privada. En las veces que vendí tamales afuera del metro para pagarle los libros. Y ahora… ahora era solo una voz lejana al otro lado del país.
A la mañana siguiente, Don Ernesto llegó con un termo de café y dos conchas del panadero de la esquina.
—No sabía si le gustaba el café cargado o clarito —dijo, dejando el termo sobre la mesita—. Así que lo traje negro y usted le pone azúcar si quiere.
—Gracias… —le respondí bajito—. Hace mucho que nadie me preguntaba cómo me gusta el café.
Nos sentamos juntos a desayunar mientras afuera llovía sobre la ciudad gris. Hablamos poco, pero compartimos silencios cómodos. Me contó de su esposa fallecida hace diez años; yo le hablé de mis nietos que solo conozco por fotos borrosas en WhatsApp.
De pronto, mi celular vibró. Era un mensaje de Luis: «Mamá, ¿cómo sigues? Estoy muy ocupado en el trabajo. Te llamo el domingo si puedo».
Don Ernesto leyó mi expresión y no dijo nada. Solo me pasó una servilleta para secarme las lágrimas que esta vez sí cayeron.
Pasaron los días y nuestras charlas se hicieron rutina. Hablábamos de política, del precio del gas, de los recuerdos del barrio cuando todavía había cines y pulquerías en cada esquina. A veces discutíamos fuerte; otras veces solo nos acompañábamos en silencio mientras veíamos las noticias en la tele del hospital.
Una tarde llegó mi nuera Lucía con los niños. Entró al cuarto como si fuera una visita obligada y me saludó con un beso frío en la mejilla.
—Mamá Carmen, solo venimos un ratito porque tenemos clases de natación —dijo mientras revisaba su celular—. Los niños te trajeron un dibujo.
Los pequeños me abrazaron rápido y corrieron a jugar con sus tablets. Lucía miró a Don Ernesto con desconfianza.
—¿Y usted quién es?
Don Ernesto se puso de pie con dignidad. —Solo soy un amigo de su suegra. Nos hacemos compañía aquí mientras esperamos el alta médica.
Lucía frunció el ceño y me susurró al oído: —Mamá, deberías tener cuidado con quién te juntas… Hay mucha gente interesada por aquí.
Sentí una punzada de rabia y vergüenza. Pero antes de poder responderle, Don Ernesto intervino:
—No se preocupe, señora Lucía. Yo también tengo familia lejos y sé lo importante que es cuidar a los nuestros… aunque a veces uno tenga que buscar compañía donde menos lo espera.
Lucía no supo qué decir y pronto se despidió apresurada, llevándose a los niños casi sin mirarme a los ojos.
Cuando se fueron, me sentí más sola que nunca. Pero Don Ernesto puso su mano sobre la mía y me dijo:
—No deje que le hagan sentir menos por necesitar cariño. Todos lo necesitamos, aunque no lo admitamos.
Esa noche soñé con mi infancia en Puebla: mi madre haciendo tortillas al comal, mi padre llegando cansado del campo pero siempre con una sonrisa para mí. Me desperté llorando por todo lo perdido… y por todo lo que aún podía ganar si abría mi corazón a nuevas formas de familia.
El día del alta médica llegó al fin. Luis no vino; mandó un Uber para recogerme y un mensaje corto: «Cuídate mucho, má».
Don Ernesto me ayudó a empacar mis cosas y caminamos juntos hasta la salida del hospital bajo el sol tibio del mediodía capitalino.
Antes de despedirnos, me abrazó fuerte y susurró:
—No somos familia de sangre, Doña Carmen… pero a veces los extraños son los más cercanos cuando más lo necesitamos.
Lo vi alejarse entre la multitud y sentí una mezcla extraña de tristeza y gratitud.
Ahora, sentada en mi pequeño departamento viendo las luces lejanas de la ciudad, me pregunto: ¿Qué es realmente la familia? ¿La sangre o el cariño compartido? ¿Cuántos de nosotros estamos rodeados de extraños… o acompañados por ellos sin darnos cuenta?
¿Ustedes qué piensan? ¿A quién consideran su verdadera familia?