El día que llevé a mi mamá al asilo: su mirada me persigue hasta hoy

—No me dejes aquí, hija, por favor—. La voz de mi mamá, temblorosa y rota, todavía resuena en mi cabeza como un eco que no se apaga. Era un lunes gris en Ciudad de México, y el tráfico parecía burlarse de mi ansiedad mientras conducía hacia el asilo San Rafael. Mi mamá, Carmen, apretaba mi mano con una fuerza que no le conocía desde que la artritis le robó casi todo el movimiento. Yo miraba al frente, tragando lágrimas, sintiendo cómo cada semáforo rojo era una sentencia.

Nunca imaginé que la vida me pondría en esta situación. Siempre pensé que la familia era sagrada, que los hijos cuidaban a sus padres hasta el final. Pero la realidad es más dura que los dichos populares. Desde que papá murió, hace cinco años, mamá se fue apagando poco a poco. Al principio era solo olvido de fechas o nombres, pero luego empezó a perderse en la colonia, a dejar la estufa encendida, a confundirme con mi hermana fallecida. Yo intenté todo: cuidarla en casa, buscarle compañía, pero el trabajo y mis propios hijos me rebasaron.

—¿Por qué no puedes cuidarme tú?— preguntó ella una vez, con esa mezcla de reproche y tristeza que solo una madre puede lograr. Yo no supe qué responderle. Mi esposo, Julián, me decía que ya no podía seguir así, que los niños necesitaban atención y que yo estaba al borde de un colapso. Mis hermanos, Ernesto y Lucía, viven lejos y apenas llaman por teléfono. Todo caía sobre mis hombros.

La decisión la tomé una noche después de encontrar a mamá sentada en la banqueta, descalza y desorientada. Los vecinos la habían visto salir a las tres de la mañana buscando a mi papá. Esa noche lloré como nunca antes. Al día siguiente llamé al asilo.

El día de la mudanza fue un suplicio. Mamá no quería empacar nada. Se aferró a su sillón viejo y a las fotos de la familia. —No me lleves ahí, hija— suplicaba—. Yo te cuidé cuando eras niña, ¿te acuerdas? ¿Por qué ahora me quieres dejar sola?—

No tenía palabras para consolarla. Solo podía abrazarla y prometerle que iría todos los días a verla. Pero sabía que era mentira; el tráfico, el trabajo y la vida misma se interpondrían.

En el asilo nos recibió la directora, doña Rosario, una mujer robusta con voz amable pero firme. —Aquí va a estar bien cuidada, señora— le dijo a mamá—. Tenemos actividades, médicos y mucha compañía.— Mamá solo miraba por la ventana, con los ojos llenos de lágrimas.

La despedida fue lo peor. Cuando me acerqué para abrazarla, ella me susurró al oído: —No te olvides de mí.— Sentí que el corazón se me partía en mil pedazos.

Regresé a casa sintiéndome la peor hija del mundo. Mis hijos corrían por la sala y Julián intentaba animarme: —Hiciste lo correcto, Laura. No podías más.— Pero yo solo pensaba en la mirada de mi mamá, en su voz quebrada.

Los días siguientes fueron una mezcla de alivio y culpa. Dormía mejor pero soñaba con ella todas las noches. La primera semana fui a visitarla dos veces; después solo los domingos. Cada vez que llegaba al asilo, ella me recibía con una sonrisa triste y una pregunta: —¿Cuándo me llevas a casa?—

Un domingo encontré a mamá sentada sola en el jardín del asilo, mirando las jacarandas florecidas. Me senté junto a ella y le tomé la mano.

—¿Te acuerdas cuando íbamos al parque Alameda?— le pregunté intentando animarla.

Ella asintió y sonrió apenas.

—¿Sabes?— me dijo—. Uno nunca piensa que va a terminar así… esperando visitas.—

No supe qué decirle. Solo pude abrazarla fuerte.

Con el tiempo, mamá dejó de reconocerme algunas veces. Me llamaba Lucía o incluso Rosa, su hermana fallecida hace años. Cada vez que eso pasaba sentía como si perdiera un pedazo más de ella… y de mí misma.

En Navidad llevé a los niños para animarla. Ella los miró con ternura pero no supo quiénes eran. Esa noche lloré en silencio mientras veía las luces del árbol parpadear.

Hoy han pasado dos años desde aquel lunes gris. Mamá sigue en el asilo; su salud ha empeorado y ya casi no habla. Yo sigo visitándola cuando puedo, pero cada vez es más difícil verla así: frágil, ausente, esperando algo o alguien que ya no llega.

A veces me pregunto si hice lo correcto o si simplemente me rendí ante el cansancio y la soledad. ¿Cuántas hijas en Latinoamérica viven este mismo dilema? ¿Es egoísmo buscar nuestra propia paz cuando nuestros padres nos necesitan? ¿O es un acto de amor aceptar nuestros límites?

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Cómo se supera la culpa cuando el amor no basta para sostenerlo todo?