La traición de mi propio hijo: Cuando la familia se rompe desde adentro

—¡No quiero verte más en esta casa, papá! —gritó Santiago, mi hijo mayor, con una furia que nunca antes le había visto en los ojos. El eco de su voz rebotó en las paredes del pequeño departamento en el barrio de Caballito, en Buenos Aires, donde hasta hace poco creía que reinaba la paz.

Me quedé paralizado, con las llaves aún en la mano, mientras Ewa —mi esposa desde hace más de diez años— lo miraba en silencio, apretando los labios para no llorar. Martina, nuestra hija menor, se escondía detrás de la puerta del baño, asustada por los gritos. Yo tenía cuarenta y un años y hasta ese momento pensaba que era un hombre común, con una vida común: trabajo estable en una empresa de logística, casa propia, dos hijos y una esposa que, aunque ya no me miraba como antes, seguía a mi lado cada noche.

Pero todo cambió esa tarde. No fue una pelea cualquiera. Fue el resultado de años de silencios, de rutinas que nos fueron apagando, de promesas incumplidas y sueños postergados. Santiago tenía diecisiete años y desde hacía meses notaba su distancia. Ya no me contaba sus cosas, apenas me saludaba al llegar a casa. Yo lo atribuía a la adolescencia, a esa rebeldía típica que todos atravesamos. Pero nunca imaginé que él sería el detonante de mi caída.

—¿Qué te pasa, Santi? ¿Por qué me hablas así? —intenté acercarme, pero él retrocedió como si yo fuera un extraño.

—¡Vos sabés bien lo que hiciste! —me escupió las palabras—. ¡No te hagas el inocente!

Miré a Ewa buscando ayuda, pero ella solo bajó la mirada. Sentí un frío recorriéndome la espalda. ¿Qué sabían ellos que yo no? ¿O acaso sí lo sabía y no quería admitirlo?

Todo comenzó meses atrás, cuando empecé a llegar más tarde del trabajo. Al principio eran reuniones, después salidas con compañeros para despejarme. La rutina con Ewa se había vuelto insoportable: ya no hablábamos de nada importante, solo de cuentas por pagar o de quién iba a buscar a Martina al colegio. La pasión se había ido apagando y yo buscaba excusas para no volver temprano.

Una noche conocí a Luciana en un bar del centro. Era joven, divertida y me hacía sentir vivo otra vez. No fue amor, pero sí una vía de escape. Nos veíamos cada tanto y yo creía tener todo bajo control. Pero en casa nada pasaba desapercibido. Ewa empezó a sospechar y Santiago, siempre tan observador, notó los cambios antes que nadie.

—¿Por qué llegás siempre tarde? —me preguntó una vez Santiago mientras cenábamos—. ¿Te pasa algo?

—Nada, hijo. Solo mucho trabajo —mentí sin mirarlo a los ojos.

Pero él no me creyó. Empezó a revisar mi celular cuando yo dormía, a seguirme con la mirada cuando salía apurado. Hasta que un día encontró los mensajes con Luciana. No sé cómo lo hizo ni cuándo, pero lo cierto es que los leyó todos y se los mostró a Ewa.

La traición vino de donde menos lo esperaba: de mi propio hijo. Fue él quien organizó todo para que yo quedara expuesto frente a su madre. Fue él quien le dijo: «Mamá, papá te engaña». Y fue él quien me enfrentó esa tarde fatídica.

—¿Cómo pudiste hacernos esto? —lloraba Ewa—. ¡Después de todo lo que construimos juntos!

No supe qué decirle. Me sentí desnudo, vulnerable, acorralado por mis propias decisiones. Intenté justificarme, decir que estaba confundido, que necesitaba tiempo para pensar. Pero ya era tarde.

—No quiero verte más —repitió Santiago—. No sos el padre que pensé que eras.

Martina salió del baño y corrió hacia su madre. Yo intenté abrazarla pero ella se apartó.

—No te vayas, papá —susurró con voz temblorosa—. No quiero que te vayas…

Pero ya no había vuelta atrás. Ewa me pidió que me fuera esa noche. Me fui con lo puesto y pasé la primera noche en casa de mi amigo Ramiro, sin poder dormir ni un minuto.

Los días siguientes fueron un infierno. Llamaba a Ewa y no me atendía. Mandaba mensajes a Santiago y solo recibía silencio o insultos como respuesta. Martina era la única que me respondía con dibujos por WhatsApp: corazones rotos, caritas tristes.

En el trabajo empecé a fallar también. No podía concentrarme; todo me recordaba a mi familia. Mis compañeros notaron mi tristeza pero nadie se animó a preguntarme nada directamente.

Un domingo lluvioso decidí ir a buscar mis cosas al departamento. Toqué el timbre y nadie abrió. Esperé bajo la lluvia hasta que finalmente Ewa salió al balcón.

—No es buen momento —me dijo sin mirarme—. Santiago no quiere verte.

—Pero es mi casa también…

—Ya no —respondió cortante—. Por favor, respetá nuestro espacio.

Me sentí un intruso en mi propia vida. Caminé sin rumbo por las calles mojadas pensando en todo lo que había perdido por una aventura sin sentido.

Pasaron semanas antes de volver a ver a mis hijos. Fue en el cumpleaños de Martina; Ewa accedió a que estuviera presente solo por ella. Santiago ni siquiera me saludó; se encerró en su cuarto durante toda la fiesta.

Esa noche Martina se acercó y me abrazó fuerte.

—¿Vas a volver algún día? —me preguntó con lágrimas en los ojos.

No supe qué responderle.

Hoy vivo solo en un monoambiente alquilado en Flores. Veo a Martina cada quince días y Santiago sigue sin hablarme. Ewa está distante; dice que necesita tiempo para perdonarme pero no sabe si podrá hacerlo alguna vez.

A veces me pregunto si realmente fui yo quien destruyó todo o si simplemente fuimos víctimas del desgaste y la rutina que tanto tememos pero nunca enfrentamos hasta que es demasiado tarde.

¿Vale la pena arriesgarlo todo por un momento de debilidad? ¿O acaso la verdadera traición es dejar morir el amor sin luchar por él?

¿Ustedes qué piensan? ¿Se puede reconstruir una familia después de una traición así?