Silencio en casa: cómo una máquina de coser cambió mi destino
—¿Otra vez te vas tan temprano, Ernesto? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta. Él ni siquiera volteó. El portazo fue su única despedida. El eco retumbó en el departamento, ese eco que se quedaba conmigo, llenando cada rincón de la casa en Villa Lugano.
Me senté en el borde de la cama, con la luz gris del amanecer colándose por la persiana rota. Mis manos temblaban. No era miedo, era esa mezcla de cansancio y resignación que se siente cuando una sabe que algo tiene que cambiar, pero no sabe por dónde empezar.
En vez de ir a la cocina a preparar el mate, caminé directo al cuartito del fondo. Allí, entre cajas viejas y recuerdos empolvados, estaba la máquina de coser Singer que había sido de mi abuela Carmen. La miré largo rato antes de atreverme a tocarla. «¿Y si no funciona? ¿Y si tampoco yo funciono?», pensé.
La arrastré hasta el comedor. El ruido metálico rompió el silencio. Me senté frente a ella y pasé los dedos por las letras doradas ya desvaídas. Recordé las tardes en que mi abuela me enseñaba a coser vestidos para mis muñecas mientras afuera llovía y mi mamá lloraba en la cocina. «El hilo une lo que la vida rompe», decía Carmen.
Ese día no encendí la radio ni prendí la tele. Solo escuchaba el tic-tac del reloj y el latido de mi propio corazón. Saqué un retazo de tela azul que había guardado para «algún día» y lo coloqué bajo la aguja. Bajé el pedal con miedo y esperanza a partes iguales.
La máquina tosió, chirrió, pero finalmente cobró vida. El primer dobladillo fue torcido, pero era mío. Y en ese instante supe que algo había cambiado.
Por la tarde, cuando Ernesto volvió del trabajo, encontró la mesa cubierta de hilos y telas. Frunció el ceño.
—¿Y esto? ¿Ahora te dio por jugar a la costurera?
—No juego —le respondí sin mirarlo—. Quiero ayudar con los gastos. Quizá pueda arreglar ropa para las vecinas.
Él bufó y se fue al dormitorio sin decir más. Pero yo sentí una chispa de orgullo encenderse en mi pecho.
Esa noche apenas dormí. Pensaba en cómo empezar. Al día siguiente, le conté a mi vecina Marta lo que planeaba hacer. Ella me trajo un pantalón roto de su hijo y me pagó con una bolsa de naranjas. Así empezó todo.
Pronto llegaron más vecinas: Doña Rosa con sus cortinas deshilachadas, Lucía con un vestido para una fiesta de quince años, incluso Don Pedro con su camisa preferida. Cada prenda era una historia, una confidencia compartida entre puntadas.
Pero no todo era fácil. Ernesto se volvió más distante. Decía que «una mujer decente no anda recibiendo gente extraña en casa». Mi hija Sofía, adolescente y rebelde, se burlaba de mis «trapitos» delante de sus amigas.
Una tarde, mientras cosía un disfraz para el nieto de Doña Rosa, escuché a Sofía gritar desde su cuarto:
—¡Mamá! ¡¿Por qué no podés ser como las otras madres?! ¡Siempre metida entre hilos y trapos! ¡Me das vergüenza!
Sentí un nudo en la garganta. Pero seguí cosiendo. Porque cada puntada era una respuesta silenciosa a todos los «no podés» que había escuchado en mi vida.
El trabajo empezó a crecer. Me animé a hacer manteles para vender en la feria del barrio los sábados. Al principio nadie se acercaba a mi puesto, pero después una señora preguntó por un mantel con flores bordadas como los de antes. Le conté que era diseño propio y me compró dos.
Con lo poco que ganaba, pude comprarle a Sofía unas zapatillas nuevas para el colegio. Cuando se las di, ella me miró sorprendida.
—¿De verdad las compraste vos?
—Sí —le respondí—. Con mi trabajo.
No dijo nada más, pero esa noche me abrazó antes de dormir por primera vez en meses.
Ernesto seguía sin aceptar mi emprendimiento. Una noche discutimos fuerte:
—¡No quiero que sigas trayendo gente acá! ¡Esto no es un taller!
—Pero gracias a esto pagamos las cuentas —le grité—. ¿No ves que sola puedo?
Se fue dando un portazo aún más fuerte que aquel primer día.
Pasaron semanas sin hablarnos más allá de lo indispensable. Yo seguía trabajando, cada vez con más pedidos y menos miedo.
Un día recibí una carta del municipio: buscaban costureras para confeccionar uniformes escolares. No lo dudé y me presenté con mis mejores trabajos bajo el brazo.
En la entrevista, una señora de voz amable me preguntó:
—¿Por qué quiere este trabajo?
La miré a los ojos y respondí:
—Porque quiero demostrarle a mi hija que una mujer puede salir adelante sola. Y porque quiero volver a sentirme orgullosa cuando me mire al espejo.
Me dieron el puesto.
Cuando llegué a casa con la noticia, Sofía saltó de alegría y me ayudó a preparar mate para celebrarlo. Ernesto solo asintió desde el sillón, pero esa noche cenamos juntos sin discutir.
Con el tiempo, mi taller creció. Contraté a Marta y a Lucía para ayudarme con los pedidos grandes. Sofía empezó a aprender costura conmigo y juntas diseñamos su vestido de graduación.
A veces pienso en mi abuela Carmen y en cómo su vieja Singer me salvó del silencio y la resignación. Ahora el eco en casa es distinto: es el sonido alegre de las máquinas trabajando, las risas compartidas y los sueños que ya no tienen miedo de salir a la luz.
Me pregunto: ¿cuántas mujeres más estarán esperando encontrar su propia máquina de coser para cambiar su destino? ¿Cuántos silencios se pueden romper con solo atreverse a dar la primera puntada?