Entre el Orgullo y el Amor: La Boda de mi Hijo
—¿Por qué, Diego? ¿Por qué ella? —No pude evitar que mi voz temblara mientras veía a mi hijo ajustarse el saco frente al espejo, minutos antes de salir hacia la iglesia. Él me miró, con esos ojos grandes que heredó de su padre, llenos de una mezcla de paciencia y tristeza.
—Mamá, por favor… no hagas esto hoy. Es mi boda —me respondió, bajando la mirada como si le doliera cada palabra.
Sentí un nudo en la garganta. Desde que Diego me presentó a Valeria, supe que algo no encajaba. No era mala persona, pero venía de otra realidad: su familia era humilde, del barrio San Martín, mientras nosotros habíamos luchado toda la vida para salir adelante en el centro de Monterrey. Yo quería lo mejor para mi hijo, y en mi mente, eso significaba una mujer que compartiera nuestros valores y aspiraciones. Pero Diego estaba enamorado, ciego ante lo que yo consideraba señales de alerta.
La iglesia estaba llena de flores blancas y murmullos nerviosos. Mi esposo, Ernesto, me apretó la mano al ver mi expresión. —No arruines este día, Lucía —susurró—. Es su felicidad, no la tuya.
Pero ¿cómo podía ser feliz si sentía que lo perdía? Recordé las veces que Valeria vino a casa y yo le ofrecía café sin azúcar, aunque sabía que le gustaba dulce. O cuando le preguntaba por su trabajo en la panadería con ese tono condescendiente que ni yo misma soportaba. Me justificaba pensando que solo quería proteger a Diego, pero en el fondo sabía que era orgullo herido.
Durante la ceremonia, las palabras del sacerdote me retumbaron en el pecho: «El amor todo lo soporta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta». Miré a Diego y Valeria tomados de la mano, radiantes. Sentí una punzada de celos: ella era ahora la mujer más importante en su vida.
La fiesta fue un torbellino de emociones. Los invitados bailaban cumbia y salsa bajo las luces del salón comunal. La familia de Valeria era bulliciosa y sencilla; los niños corrían entre las mesas mientras sus tías reían a carcajadas. Yo me sentía fuera de lugar, observando desde mi mesa como si fuera una extraña en mi propia familia.
En un momento, vi a Valeria acercarse a mí con una copa de vino. —Señora Lucía —dijo con voz suave—, sé que no soy lo que usted esperaba para Diego. Pero lo amo con todo mi corazón. Quiero que sepa que siempre voy a cuidarlo.
No supe qué responderle. Sentí vergüenza por todas las veces que la juzgué sin conocerla realmente. Pero el orgullo pudo más y solo asentí, fría.
Esa noche, al llegar a casa, me senté en la sala vacía y lloré como no lo hacía desde que murió mi madre. Ernesto se sentó a mi lado y me abrazó.
—¿Por qué te duele tanto? —me preguntó.
—Porque siento que ya no me necesita —susurré—. Que ya no soy su prioridad.
Él suspiró. —Los hijos crecen, Lucía. No los perdemos; solo aprendemos a quererlos de otra manera.
Los días siguientes fueron un suplicio. Diego y Valeria se mudaron a un pequeño departamento en Guadalupe. Apenas llamaba; cuando lo hacía, siempre estaba ocupado o salía Valeria al teléfono. Yo inventaba excusas para no visitarlos: el tráfico, el trabajo, el calor sofocante del verano regiomontano.
Un domingo, Ernesto me convenció de ir a comer con ellos. Al llegar, Valeria abrió la puerta con una sonrisa tímida. El departamento era modesto pero acogedor; olía a pan recién horneado y café dulce. Vi fotos de ellos en la pared: en la Macroplaza, en el Cerro de la Silla, abrazados bajo la lluvia.
Durante la comida, Valeria habló poco pero se esforzó por agradarme: preparó mi platillo favorito y hasta puso música de Los Ángeles Azules porque sabía que me gustaban. Diego me miraba ansioso, esperando alguna señal de aprobación.
De pronto, escuchamos un golpe en la puerta: era doña Rosa, la vecina de al lado, pidiendo ayuda porque su esposo se había desmayado. Sin dudarlo, Valeria salió corriendo con Diego para ayudarla mientras yo me quedé paralizada en la mesa.
Al rato regresaron sudorosos pero sonrientes: habían llamado a una ambulancia y tranquilizado a doña Rosa. Vi cómo Valeria abrazaba a la anciana con ternura; cómo Diego la miraba con admiración. En ese momento entendí algo: tal vez yo no había elegido a Valeria para mi hijo, pero él sí… y ella tenía un corazón enorme.
Esa noche le pedí perdón a Ernesto por mi actitud.
—No quiero perder a nuestro hijo por mi terquedad —le dije llorando—. Quiero aprender a quererla como él la quiere.
Me costó semanas acercarme a Valeria. Empecé con pequeños gestos: un mensaje preguntando cómo estaba, una invitación a tomar café (esta vez con azúcar). Poco a poco fuimos encontrando puntos en común: las dos amábamos las novelas mexicanas y los tamales oaxaqueños; ambas habíamos perdido a nuestras madres jóvenes y sabíamos lo que era luchar sola.
Un día me atreví a contarle mis miedos:
—Pensé que ibas a alejarme de Diego…
Ella me tomó la mano y sonrió:
—Yo también tenía miedo de no ser suficiente para usted.
Lloramos juntas esa tarde en su cocina diminuta mientras afuera llovía sobre Monterrey.
Hoy puedo decir que Valeria es parte de mi familia. No fue fácil dejar atrás mis prejuicios ni sanar las heridas del orgullo materno. Pero aprendí que el amor no se trata de controlar ni de imponer; se trata de aceptar y acompañar los caminos de quienes amamos.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias se rompen por no saber soltar? ¿Cuántas veces dejamos que el miedo nos impida ver el corazón del otro? ¿Y tú… has tenido que aprender a aceptar algo que no elegiste para poder seguir amando?