Casa de Esperanza: El Diario de Antonio

—¡Santiago, esperame! —grité mientras corría descalzo por el pasillo angosto de nuestra casa en Villa Fiorito. El sol de la tarde entraba a chorros por las ventanas rotas, y el olor a guiso de lentejas llenaba el aire. Santiago ni volteó; estaba demasiado ocupado rebuscando entre los cajones viejos del armario de mamá.

Desde que tengo memoria, siempre quise ser como él. Si Santiago se ponía la camiseta azul del club, yo me la ponía también, aunque me quedara grande. Si él se negaba a comer zapallitos, yo hacía una mueca y empujaba el plato, aunque en secreto me encantaban. Mamá decía que éramos como dos gotas de agua, pero yo sabía que nunca podría alcanzarlo. Él era fuerte, valiente, y tenía esa mirada que hacía callar a papá cuando llegaba borracho.

Esa tarde, mientras Santiago buscaba algo entre las cosas de mamá, sentí que algo estaba por cambiar. —¿Qué hacés ahí? —le pregunté en voz baja. Él me miró con esos ojos oscuros y cansados, y me hizo una seña para que me callara.

—No le digas nada a mamá —susurró—. Estoy buscando el dinero que guarda para el alquiler. Necesito ayudar a un amigo.

Me quedé helado. Sabía que mamá guardaba los billetes en una lata vieja de galletitas, bien escondida entre los manteles. Ese dinero era sagrado; era lo único que nos separaba de la calle. Pero Santiago era mi héroe, y si él decía que era necesario, yo no iba a traicionarlo.

Esa noche, mientras cenábamos en silencio, mamá preguntó por el dinero. Nadie contestó. Papá miró a Santiago con desconfianza, pero no dijo nada. Yo sentí un nudo en la garganta y apenas pude tragar el pan duro.

Los días pasaron y la tensión creció. Mamá lloraba en la cocina cuando pensaba que nadie la veía. Papá llegaba cada vez más tarde y más borracho. Santiago salía todas las noches y volvía con la ropa sucia y los ojos rojos. Yo lo espiaba desde mi cama, temblando de miedo y admiración.

Una tarde, mientras jugábamos a la pelota en la calle de tierra con los chicos del barrio, vi cómo Santiago discutía con unos hombres en la esquina. Uno de ellos le gritó algo y lo empujó contra la pared. Corrí hacia ellos sin pensar.

—¡Déjenlo en paz! —grité con voz temblorosa.

Uno de los hombres me miró y se rió. —¿Este es tu hermanito? Mejor cuidalo, pibe, porque vos no sabés en qué andás metido.

Santiago me agarró del brazo y me llevó corriendo hasta casa. Cuando cerró la puerta, me miró con una mezcla de enojo y tristeza.

—No te metas en esto, Antonio —me dijo—. Hay cosas que no entendés.

Pero yo quería entender. Quería ser como él, aunque eso significara enfrentar el miedo que sentía cada vez que papá levantaba la voz o cuando escuchaba disparos a lo lejos por las noches.

Un día, mamá nos reunió a los dos en la cocina. Tenía los ojos hinchados y las manos temblorosas.

—No puedo más —dijo—. Si siguen así, nos van a echar de la casa. Santiago, devolvé ese dinero o andate.

Santiago bajó la cabeza. Yo sentí que el mundo se derrumbaba. ¿Cómo podía mamá decirle eso? ¿Cómo podía elegir entre su hijo y un puñado de billetes?

Esa noche escuché a Santiago llorar por primera vez. Me acerqué despacio y me metí en su cama. Él me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—Perdoname, Anto. Yo solo quería ayudarte a vos y a mamá…

No supe qué decirle. Solo lloré con él hasta quedarnos dormidos.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Papá perdió el trabajo y empezó a vender cosas de la casa para comprar vino barato. Mamá consiguió limpiar casas en el centro, pero no alcanzaba para pagar todo. Santiago dejó la escuela y empezó a trabajar en una obra en construcción. Yo lo veía llegar cada noche con las manos llenas de ampollas y el alma rota.

Un día llegó una carta del juzgado: teníamos que desalojar la casa en una semana. Mamá se desmayó al leerla; papá rompió una silla contra la pared y se fue sin mirar atrás.

Esa noche nos sentamos los tres en el suelo del comedor vacío. Santiago sacó una libreta vieja y empezó a escribir algo.

—¿Qué hacés? —le pregunté.

—Voy a dejarte mi diario —me dijo—. Para que nunca te olvides de lo que vivimos acá… para que no repitas mis errores.

Me entregó el cuaderno con manos temblorosas. En la primera página había escrito: «Casa de Esperanza».

Dormimos juntos esa última noche, abrazados como cuando éramos chicos y soñábamos con tener una vida mejor.

Al día siguiente nos fuimos con lo poco que teníamos a casa de mi tía Rosa en Lanús. Mamá consiguió trabajo fijo limpiando oficinas; Santiago siguió trabajando duro hasta que pudo alquilar una piecita para él solo. Yo terminé la secundaria gracias a una beca del Estado y empecé a escribir mi propia historia.

Hoy, muchos años después, sigo leyendo ese diario cada vez que siento que todo está perdido. Sigo admirando a Santiago, aunque ahora sé que los héroes también se equivocan y sufren en silencio.

A veces me pregunto: ¿cuántos chicos como yo siguen soñando con una casa llena de esperanza? ¿Cuántas familias luchan cada día por sobrevivir sin perderse unos a otros?

¿Y vos? ¿Qué harías si tu héroe tuviera miedo?