Ecos de un Secreto: Drama Familiar en la Ciudad de México
—¿Por qué tiemblas, Mariana? —me preguntó Julián, apretando mi mano mientras esperábamos el elevador en el edificio de Camila. El zumbido de la ciudad entraba por las ventanas rotas del vestíbulo, mezclándose con el eco de mis pensamientos.
—No es nada, sólo… hace mucho que no vemos a Camila. Y no sé, siento que algo cambió —mentí, forzando una sonrisa. Pero la verdad era otra: desde hace semanas, Camila casi no respondía mis mensajes. Y cuando lo hacía, sus respuestas eran frías, distantes. Como si yo fuera una extraña.
El elevador llegó con un chirrido. Subimos en silencio hasta el sexto piso. Julián intentó hacerme reír con uno de sus chistes malos sobre el tráfico de Insurgentes, pero mi mente estaba lejos. Recordaba la última vez que Camila vino a casa, en Coyoacán. Apenas probó la comida, se la pasó mirando el celular y se fue antes del postre. «Estoy cansada, mamá», dijo. Pero yo sentí otra cosa en su voz: resentimiento.
Tocamos la puerta. Tardó en abrir. Cuando por fin lo hizo, Camila tenía los ojos hinchados y el cabello recogido a la carrera. Detrás de ella, el departamento olía a humedad y café frío.
—Hola, ma… pa… —dijo sin mirarnos a los ojos.
—¿Todo bien, hija? —preguntó Julián, entrando primero.
—Sí… sólo he tenido mucho trabajo —respondió, pero su voz temblaba.
Me acerqué para abrazarla y sentí cómo se tensaba. Algo me apretó el pecho. Nos sentamos en la mesa del comedor, donde una pila de platos sucios y papeles se amontonaban. Julián empezó a hablar de fútbol y política, pero yo sólo podía mirar a Camila. Sus manos temblaban mientras jugaba con una servilleta.
—¿No vas a comer nada? —le pregunté.
—No tengo hambre —respondió cortante.
El silencio se hizo pesado. Julián intentó romperlo:
—¿Y cómo va el trabajo en la agencia?
—Bien —dijo sin más.
Yo no aguanté más.
—Camila, ¿qué pasa? ¿Por qué estás así con nosotros?
Ella me miró por primera vez en toda la tarde. Sus ojos brillaban de rabia y tristeza.
—¿De verdad quieres saberlo? —preguntó con voz quebrada.
—Claro que sí, hija —dije, sintiendo que algo terrible estaba por salir a la luz.
Camila respiró hondo y soltó:
—Hace dos meses vino papá a verme solo. Me contó algo que tú nunca me dijiste. Algo sobre tu pasado… sobre un hombre que no era él.
Sentí que el mundo se detenía. Miré a Julián, que bajó la cabeza avergonzado.
—¿Por qué le contaste eso? —le susurré furiosa.
Julián levantó la vista, con lágrimas en los ojos.
—No podía más con el secreto, Mariana. Ella tenía derecho a saberlo…
Camila se levantó de golpe.
—¡Toda mi vida me mentiste! ¿Por qué nunca me dijiste que ese hombre… ese tal Ernesto… pudo haber sido mi verdadero padre?
Las palabras me golpearon como un puñetazo. Recordé aquel verano en Veracruz, cuando Julián y yo estábamos separados y conocí a Ernesto. Fue un error, uno que quise enterrar para siempre cuando Julián y yo nos reconciliamos. Nunca pensé que tendría consecuencias años después.
—Camila… yo…
—¡No! No quiero excusas —gritó ella—. ¿Sabes lo que es crecer sintiendo que no encajas? Ahora entiendo todo…
Julián intentó acercarse:
—Hija, yo te amo como si fueras mía…
Camila lo miró con dolor:
—¿Y tú? ¿Por qué me lo dijiste así? ¿Por qué ahora?
Julián rompió en llanto:
—Porque te veía sufrir, Camila. Porque mereces saber la verdad antes de que sea demasiado tarde…
Yo también lloraba ya. Me acerqué a Camila, pero ella retrocedió.
—No sé si puedo perdonarlos —susurró—. Necesito tiempo…
Salió corriendo al cuarto y cerró la puerta de un portazo. Julián y yo nos quedamos solos en la sala, rodeados de platos sucios y recuerdos rotos.
Me senté en el sofá y sentí que todo lo que había construido se desmoronaba. Julián me abrazó por los hombros.
—Perdón, Mariana… No supe cómo manejarlo…
No respondí. Sólo miré la puerta cerrada del cuarto de Camila y pensé en todas las veces que elegí callar por miedo a perderla.
Pasaron horas antes de que Camila saliera. Tenía los ojos rojos pero la voz firme:
—Quiero conocer a Ernesto —dijo mirándome directo a los ojos.
Asentí en silencio. Sabía que era lo justo, aunque me partiera el alma.
Esa noche dormimos poco. Al día siguiente, Camila nos acompañó al metro sin decir palabra. Antes de despedirse, me abrazó fuerte y susurró:
—No sé si algún día podré perdonarte del todo, mamá… pero gracias por no seguir mintiendo.
Vi cómo se alejaba entre la multitud del andén y sentí un vacío inmenso. Julián me tomó la mano y juntos salimos a la calle ruidosa de la ciudad.
Ahora escribo esto desde nuestro departamento en Coyoacán, preguntándome si hice bien o mal al guardar ese secreto tantos años. ¿Es posible reconstruir una familia después de una verdad así? ¿Cuántas madres en México callan por miedo a perder el amor de sus hijos?