Puertas Cerradas: El Precio de Ser Madre
—No podés hacerme esto, Luciana. Por favor, abrime la puerta —mi voz se quiebra, pero ella ni siquiera me mira a los ojos. Siento el frío del pasillo colarse por mi abrigo gastado, y el eco de mis palabras rebota en las paredes del edificio como si fueran ajenas.
Hace exactamente un año, sentadas en la mesa de la cocina, Luciana lloraba. «Mamá, no puedo más con el alquiler. No llego a fin de mes, me van a echar del trabajo. ¿Por qué no me pasás el departamento? Así no tengo que preocuparme más.» Yo la miré y vi a mi nena de cinco años, la que se caía de la bici y venía corriendo a mis brazos. ¿Cómo decirle que no? Firmé los papeles sin pensarlo dos veces. «Es tuyo, hija. Confío en vos.»
Hoy, esa confianza es una herida abierta. Cuando llegué esta tarde, después de que me despidieran del supermercado por «reestructuración», sólo quería un abrazo. Pero Luciana me recibió con una mirada dura y una frase que todavía retumba en mi cabeza: «Mamá, ya no podés quedarte acá. Esto ahora es mi casa.»
—¿Y dónde querés que vaya? —le pregunté, sintiendo cómo se me aflojaban las piernas.
—No sé, mamá. Arreglate. Yo también tengo mis problemas —me respondió, cruzada de brazos.
La puerta se cerró despacio, casi con culpa, pero se cerró igual. Me quedé ahí parada, con la valija en la mano y el alma hecha pedazos. Bajé las escaleras como un fantasma y salí a la calle de Almagro, donde el ruido de los colectivos y el olor a pan recién horneado me resultaron extrañamente ajenos.
Caminé sin rumbo hasta la plaza Medrano. Me senté en un banco y miré las luces de los edificios encenderse una a una. Recordé cuando Luciana era chica y veníamos juntas a dar de comer a las palomas. «Mamá, ¿vos siempre vas a estar conmigo?», me preguntaba ella con esos ojos enormes llenos de confianza. «Siempre, hija», le respondía yo.
Saqué el celular y marqué el número de mi hermana Marta en Rosario. Contestó al tercer tono.
—¿Hola?
—Marta… soy yo —mi voz era apenas un susurro.
—¿Qué pasó? ¿Por qué llorás?
Le conté todo entre sollozos. Marta se quedó callada unos segundos.
—Veníte para acá, hermana. Acá te hacemos un lugarcito hasta que veas qué hacer —me dijo con esa calidez que sólo tienen los que te quieren de verdad.
Colgué y me quedé mirando el cielo encapotado. Pensé en mi mamá, en cómo ella también lo dio todo por nosotras y terminó sus días sola en una piecita alquilada. ¿Será que las madres estamos condenadas a desaparecer cuando ya no somos útiles?
Esa noche dormí en la terminal de Retiro, abrazada a mi valija como si fuera un salvavidas. Escuché las historias de otras mujeres: una peruana que vino buscando trabajo y terminó limpiando casas por monedas; una paraguaya que manda todo lo que gana a su familia y duerme en una pensión con otras seis mujeres; una señora mayor como yo que perdió su casa por firmar unos papeles sin leer la letra chica. Todas teníamos algo en común: habíamos confiado demasiado.
Al día siguiente tomé el micro a Rosario. Marta me recibió con mate caliente y un abrazo largo. Sus hijos me miraban con curiosidad desde la puerta del cuarto.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —me preguntó Marta mientras ponía pan en la mesa.
—No sé… Buscar trabajo otra vez, supongo. O ver si puedo reclamar algo legalmente —le respondí, aunque sabía que había firmado todo legalmente y no tenía derecho a nada.
Los días pasaron lentos. Conseguí limpiar casas por horas y juntar unos pesos para ayudar con los gastos. Pero cada noche, al acostarme en el colchón tirado en el piso del living, pensaba en Luciana. ¿Estaría bien? ¿Dormiría tranquila sabiendo que su madre estaba lejos?
Un domingo cualquiera sonó el teléfono. Era Luciana.
—Mamá… —su voz era insegura— ¿Dónde estás?
—En lo de tu tía Marta —le respondí seca.
—Yo… quería saber si estás bien.
Me mordí los labios para no llorar.
—Estoy viva, si eso te importa.
Silencio del otro lado.
—Mamá… perdoname —dijo al fin— No sabía qué hacer… Me sentía ahogada… Pensé que si tenía el departamento podía empezar de nuevo… Pero ahora todo me sale mal igual.
Sentí una mezcla de rabia y ternura.
—Luciana, yo te di ese departamento porque te amo. Pero ser madre no significa ser invisible ni descartable —le dije con voz firme.
Ella lloró del otro lado del teléfono como cuando era chica.
—¿Podés venir a verme? —me pidió casi en un susurro.
No supe qué responderle. ¿Volvería a confiar? ¿Podría perdonarla? ¿O era hora de pensar en mí misma por primera vez?
Esa noche salí al patio y miré las estrellas sobre Rosario. Pensé en todas las madres que dan todo por sus hijos y terminan solas o traicionadas. Pensé en mi mamá, en mí misma, en Luciana.
¿Hasta dónde llega el amor de una madre? ¿Cuándo es momento de poner límites? ¿Y quién cuida a las que siempre cuidan?