El Viaje de Lucía: Un Tren, Un Secreto y Un Nuevo Comienzo
—¡Lucía, no te vayas! —gritó mi madre desde la puerta, con la voz quebrada por el llanto.
No volteé. Si lo hacía, me desmoronaba. El tren a Buenos Aires ya estaba por partir y yo necesitaba huir, aunque no supiera exactamente de qué. Quizás de mi propia sombra, o del silencio incómodo que llenaba nuestra casa en Rosario desde que papá se fue con otra mujer. Tenía 28 años y sentía que la vida se me escapaba entre los dedos, como el agua sucia del Paraná.
Me senté junto a la ventana, apretando la maleta contra el pecho. A mi lado, una señora mayor tejía en silencio. El vagón olía a café frío y a sueños aplastados por la rutina. Cerré los ojos y traté de imaginarme en otro lugar, lejos del dolor y de las miradas acusadoras de mi familia.
El tren avanzaba lento, como si supiera que yo no tenía prisa por llegar a ningún lado. De repente, escuché un gemido ahogado detrás mío. Me giré y vi a una chica joven, no tendría más de 19 años, encorvada sobre su asiento, sudando y apretando los dientes.
—¿Estás bien? —le pregunté, acercándome.
Ella negó con la cabeza, lágrimas corriendo por sus mejillas.
—Me duele mucho… creo que… creo que el bebé viene —susurró entre sollozos.
El corazón se me detuvo. Miré alrededor buscando ayuda, pero el revisor estaba en el otro vagón y la señora que tejía apenas levantó la vista. Nadie parecía querer involucrarse. En ese momento sentí una rabia profunda: ¿cómo podía la gente ser tan indiferente?
—Tranquila, estoy contigo —le dije, tomando su mano.
No soy médica ni partera, pero recordé los partos de las vacas en el campo de mi abuela y las historias de mi tía Marta, enfermera jubilada. Respiramos juntas, le hablé bajito para calmarla. El tren seguía su curso, implacable, mientras la vida y la muerte se debatían en ese asiento de tercera clase.
Después de lo que pareció una eternidad —y bajo la mirada curiosa de algunos pasajeros— nació una niña pequeña, envuelta en una manta vieja que encontré en mi maleta. La joven madre lloraba en silencio, abrazando a su hija con una mezcla de amor y miedo.
—¿Cómo te llamás? —le pregunté.
—Sofía —susurró—. No puedo quedarme con ella… No puedo…
Me quedé helada.
—¿Por qué decís eso?
Sofía me miró con unos ojos enormes y asustados.
—Mi familia… si se enteran me matan. El papá es un tipo casado del barrio… No puedo volver a Rosario. Por favor… llévatela vos.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo podía alguien pedirme algo así? Pero cuando miré a la beba, tan indefensa y frágil, algo dentro mío se quebró. Recordé mis propios sueños frustrados de ser madre, los tratamientos fallidos, las noches llorando sola en mi cuarto.
El tren llegó a Retiro al amanecer. Sofía desapareció entre la multitud antes de que pudiera convencerla de quedarse. Me encontré sola en el andén, con una beba en brazos y el corazón latiendo a mil por hora.
No sabía qué hacer. Caminé sin rumbo por la estación hasta que me senté en un banco y llamé a mi madre.
—Mamá… tengo que contarte algo —dije apenas escuché su voz.
Hubo un silencio largo del otro lado.
—¿Qué hiciste ahora, Lucía?
Le conté todo entre lágrimas. Esperaba gritos o reproches, pero sólo escuché un suspiro cansado.
—Volvé a casa —me dijo—. Acá vemos cómo seguimos.
Esa noche dormí en un hotel barato con la beba pegada a mi pecho. Le puse el nombre Alma porque sentí que había llegado para salvarme del vacío que me estaba devorando por dentro.
Volví a Rosario al día siguiente. Mi madre me recibió con los brazos abiertos, pero mi hermano Diego no tardó en armar escándalo.
—¿Ahora vas a traer hijos ajenos? ¿No te alcanza con tus dramas? —me gritó en la cocina mientras Alma dormía en mis brazos.
—No es así, Diego… No podía dejarla sola…
—Siempre hacés lo que se te da la gana —escupió él antes de salir dando un portazo.
Los días siguientes fueron un torbellino: trámites en el hospital para registrar a Alma, visitas de asistentes sociales, rumores en el barrio. Mi tía Marta fue la única que me apoyó sin dudarlo.
—Hiciste lo correcto, nena —me dijo mientras le daba el biberón a Alma—. A veces la familia no es la que te toca sino la que elegís.
Pero no todos pensaban igual. Mi abuela dejó de hablarme y algunos vecinos murmuraban cuando pasaba por la vereda. «Ahí va la loca que se robó un bebé del tren», decían sin saber nada de mi dolor ni del coraje que hizo falta para tomar esa decisión.
A veces me pregunto si hice bien. Si tenía derecho a cambiar así el destino de Alma o si sólo estaba tratando de llenar mi propio vacío. Pero cada vez que ella sonríe o me agarra el dedo con su manito tibia, siento que todo tuvo sentido.
Hoy Alma tiene dos años y corretea por el patio mientras yo preparo mate y miro las fotos viejas del viaje en tren. Sofía nunca volvió a aparecer, pero le escribo cartas que guardo en una caja por si algún día quiere saber quién fue su madre biológica.
La vida no salió como esperaba, pero aprendí que los milagros llegan cuando menos los esperás y que ser madre es mucho más que dar a luz: es elegir amar cada día, aunque duela.
A veces me quedo pensando: ¿cuántas mujeres viajan solas por la vida cargando secretos imposibles? ¿Cuántos niños esperan ser elegidos por alguien dispuesto a darlo todo por ellos? ¿Y vos? ¿Qué hubieras hecho si te pasaba algo así?