Renacer en la penumbra: la historia de Felicja

—¿Otra vez llegás tarde, Felicja? —la voz de mi madre retumbó en mi cabeza apenas puse un pie fuera del autobús. Pero esta vez no estaba ahí para decírmelo. Solo era el eco de su juicio, ese que me acompañaba desde que tengo memoria. Caminé despacio por las calles polvorientas de San Miguel del Monte, arrastrando mi maleta y mi cansancio. El sol se escondía tras los cerros y el aire olía a tierra mojada, pero nada podía aliviar el peso en mi pecho.

Cuando crucé la plaza central, sentí las miradas de siempre. Doña Carmen, sentada en su mecedora, cuchicheó con su hija apenas me vio pasar. «Ahí va la que nunca se casó, la que se fue a la ciudad y volvió sola», seguro decían. No necesitaba escucharlas para saberlo; en este pueblo, los rumores viajan más rápido que el viento.

Abrí la puerta de la casa con manos temblorosas. Todo seguía igual: las fotos antiguas en la pared, el mantel de flores descolorido, el olor a humedad. Me senté en la mesa y cerré los ojos. Recordé el último día que vi a mi madre, cómo me gritó que era una desagradecida por irme a buscar trabajo a la capital. «Aquí no te falta nada», me dijo. Pero yo sí sentía que me faltaba todo: libertad, aire, un poco de comprensión.

El teléfono sonó y salté del susto. Era mi hermana Lucía.
—¿Ya llegaste? Mamá está peor desde que te fuiste. No sé cómo vas a hacer para mirarla a los ojos —me soltó sin saludar.
—No vine a pelear, Lucía —respondí, tragando saliva—. Solo quiero ayudar.
—¿Ayudar? ¿Después de años sin llamar? —me cortó.

Colgué antes de que pudiera seguir hiriéndome. Me pregunté si alguna vez podría volver a ser parte de esta familia o si siempre sería la oveja negra.

Esa noche dormí poco. Los recuerdos me asaltaban: la vez que quise estudiar enfermería y mi padre me dijo que eso no era para mujeres decentes; cuando salí con Martín y todo el pueblo supo antes que yo que él tenía otra familia; cuando decidí irme porque aquí no podía respirar. En la ciudad tampoco fue fácil: trabajos mal pagados, alquileres imposibles, soledad entre multitudes. Pero al menos allá nadie me conocía.

A la mañana siguiente fui al hospital del pueblo a ver a mamá. Estaba más pequeña, encogida entre las sábanas blancas. Sus ojos se abrieron apenas entré.
—¿Qué hacés acá? —me preguntó con voz ronca.
—Vine a verte, mamá —respondí, intentando sonreír.
—No necesitabas venir. Lucía se encarga de todo —dijo, girando la cara hacia la ventana.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Por qué siempre era tan difícil?

Esa tarde salí al patio y me encontré con Don Ernesto, el vecino de toda la vida.
—Felicja, tu mamá está orgullosa aunque no lo diga —me dijo sin rodeos—. A veces los viejos no sabemos pedir perdón.
Me quedé callada. ¿Sería cierto? ¿O solo quería consolarme?

Los días pasaron lentos. Lucía venía cada tanto, pero apenas me dirigía la palabra. Una tarde discutimos fuerte:
—Vos te fuiste porque no te importó nadie —me gritó—. Yo me quedé y cargué con todo.
—No sabés lo que viví allá —le respondí llorando—. No sabés lo sola que estuve.
—¡Pero elegiste irte! —insistió.

Me encerré en mi cuarto y lloré hasta quedarme dormida. ¿Por qué nadie entendía que yo también sufría?

Una noche mamá me pidió agua. Cuando volví con el vaso, me miró largo rato.
—¿Sos feliz, Felicja? —preguntó de repente.
Me quedé helada.
—No sé… A veces creo que sí, otras no tanto —admití.
Ella suspiró.
—Yo tampoco fui feliz todo el tiempo. Pero hice lo que pude con lo que tenía.

Por primera vez sentí que había un puente entre nosotras, aunque fuera frágil. Me senté a su lado y le tomé la mano. No hablamos más esa noche, pero algo cambió en el aire.

Con el tiempo empecé a salir más al pueblo. Fui al mercado, saludé a viejos amigos, ayudé en la parroquia. Al principio sentía las miradas clavadas en la espalda, pero poco a poco dejaron de dolerme tanto. Un día Doña Carmen se acercó:
—Dicen que volviste derrotada —susurró—. Pero yo creo que volviste valiente.
Le sonreí por primera vez en años.

Lucía y yo seguimos peleando, pero también aprendimos a escucharnos un poco más. Empezamos a compartir historias de nuestra infancia, a reírnos de las locuras de papá, a llorar juntas por lo que nunca tuvimos.

Mamá murió una mañana fría de julio. Estuvimos las dos con ella hasta el final. Cuando todo terminó, Lucía me abrazó fuerte y lloramos como nunca antes.

Hoy sigo aquí, en la casa vieja, reconstruyendo mi vida pedazo a pedazo. No sé si alguna vez dejarán de juzgarme o si yo misma podré perdonarme por todo lo que pasó. Pero aprendí algo importante: nadie tiene derecho a decidir quién merece ser feliz o aceptado.

A veces me pregunto: ¿cuántas Felicjas hay en cada pueblo latinoamericano? ¿Cuántas personas viven atrapadas entre el juicio ajeno y sus propios miedos? ¿Y si nos atreviéramos todos a mirar más allá de las apariencias?