Sola entre los míos

—¡Mamá, otra vez preocupándote!— exclamó Lucía, sin apartar la vista de su celular, los pulgares bailando sobre la pantalla. —No es para tanto, ¿quién se acuerda de los cumpleaños hoy en día? La gente tiene sus cosas.

Sentí el nudo en la garganta, apretando la servilleta entre mis manos como si pudiera exprimir de ella alguna respuesta. Miré la mesa: el pastel de tres leches que había preparado con tanto esmero, las copas alineadas esperando risas y brindis, y ese silencio que se colaba por cada rincón del comedor. —¿Qué cosas, Lucía?— pregunté apenas en un susurro. —Tu hermana me prometió venir con los niños. Tomás dijo que saldría temprano del trabajo. Y tu hermano Martín…

Lucía bufó, rodando los ojos. —Mamá, ya te dije que Martín está ocupado con el taller. Y Tomás… bueno, seguro se le complicó. No te lo tomes tan a pecho.

Pero sí me lo tomaba. Me dolía. Porque cada año era igual: promesas al aire, mensajes de último minuto, excusas que se repetían como un eco cansado. ¿En qué momento mis hijos y yo nos volvimos extraños? ¿Cuándo pasé de ser el centro de su mundo a ser una notificación más en sus agendas?

Me levanté despacio, fingiendo buscar algo en la cocina para no dejar que Lucía viera mis ojos húmedos. El reloj marcaba las siete y media; a esa hora, cuando eran pequeños, ya estaban todos sentados a la mesa, peleando por el pedazo más grande de pastel. Ahora, el único sonido era el zumbido del refrigerador y el pitido de un mensaje en el celular de Lucía.

—¿Sabes qué me dijo tu hermana?— intenté sonar casual mientras cortaba una rebanada de pastel para Lucía. —Que tal vez vendría el domingo, si no llueve mucho.

Lucía encogió los hombros. —Pues mejor, así no tienes que limpiar tanto hoy.

Me senté frente a ella, observando cómo su atención estaba en otra parte, lejos de esta casa que tanto me costó levantar después de que su papá se fue con otra mujer hace ya quince años. Recuerdo cómo me prometí que nunca dejaría que mis hijos sintieran el abandono que yo sentí ese día. Pero aquí estaba yo, sola entre los míos.

El timbre sonó de pronto y mi corazón dio un brinco ingenuo. Corrí a la puerta con la esperanza de ver a Tomás o a Martín con una sonrisa culpable y un ramo de flores baratas. Pero era Doña Rosa, la vecina del 4B.

—¡Feliz cumpleaños, Elvira!— me abrazó fuerte, con ese cariño sencillo que sólo tienen las mujeres que han visto demasiadas ausencias en su vida. —Te traje unas empanadas de queso. Sé que hoy es un día especial.

Le agradecí con una sonrisa forzada y la invité a pasar. Lucía apenas levantó la vista para saludarla. Doña Rosa se sentó conmigo en la cocina mientras yo servía café.

—¿Y los muchachos?— preguntó con esa voz suave que usaba para no herir.

—Ocupados— respondí bajito. —Siempre ocupados.

Ella asintió, como si entendiera demasiado bien lo que eso significaba. —A veces uno cría hijos para el mundo, no para uno mismo— dijo mientras partía una empanada.

Su frase me golpeó más fuerte de lo que esperaba. ¿Era eso? ¿Había hecho mal al enseñarles a volar tan alto? ¿O simplemente se habían olvidado del nido?

La noche avanzó entre charlas sobre el precio del gas y las noticias del barrio. Cuando Doña Rosa se fue, Lucía ya estaba encerrada en su cuarto, riendo por videollamada con sus amigas. Me quedé sola en la sala, mirando las fotos viejas en la repisa: Tomás con su uniforme escolar, Martín abrazando a su perro Pancho, Lucía disfrazada de mariposa en el festival del kínder.

No pude evitar llorar. No era sólo por el cumpleaños; era por todos los días en que me sentí invisible en mi propia casa. Por las veces que preparé su comida favorita y nadie llegó a cenar. Por los mensajes sin respuesta en el grupo familiar de WhatsApp. Por las llamadas cortadas con un «luego te marco» que nunca llegaba.

Al día siguiente, recibí un mensaje de Tomás: «Feliz cumple, má. Perdón por no ir ayer, mucho trabajo. Te quiero.» Respondí con un corazón y una carita feliz, aunque por dentro sentía un vacío enorme.

Martín ni siquiera escribió. Vi en Facebook una foto suya en una parrillada con amigos; sonreía como cuando era niño y todo era sencillo.

Viola llamó por la tarde: —Mami, perdón… Los niños estaban enfermos y luego se me hizo tarde… ¿Te parece si vamos el próximo fin?

Asentí aunque sabía que probablemente tampoco vendrían. Me pregunté si alguna vez volveríamos a estar todos juntos sin excusas ni prisas.

Esa noche discutí con Lucía porque dejó los platos sucios y ni siquiera me ayudó a recoger el pastel. —Siempre estás reclamando algo— gritó antes de encerrarse otra vez.

Me senté en la cama y escribí una carta que nunca les envié:

«Queridos hijos: No quiero ser una carga ni una obligación más en sus vidas ocupadas. Sólo quiero saber si aún queda un rincón para mí en sus corazones…»

Guardé la carta en el cajón junto a otras cartas no enviadas y fotos amarillentas.

Pasaron los días y la rutina siguió igual: Lucía saliendo temprano para la universidad sin despedirse; llamadas breves; mensajes esporádicos; promesas incumplidas.

Un domingo cualquiera, mientras barría la entrada del edificio, Doña Rosa se acercó:

—¿Sabes qué hago yo cuando me siento sola? Salgo al parque y hablo con quien sea: niños, perros, árboles… A veces uno tiene que buscarse compañía donde menos espera.

Esa tarde fui al parque por primera vez en años. Me senté en una banca y vi a las familias reír juntas, niños corriendo detrás de pelotas y abuelos contando historias bajo los árboles.

Sentí una mezcla de tristeza y alivio: tristeza por lo perdido; alivio porque aún podía encontrar belleza en lo simple.

Al volver a casa encontré a Lucía esperándome:

—Mamá… ¿Dónde estabas? Me preocupé.

La miré sorprendida; hacía tiempo que no notaba preocupación genuina en sus ojos.

—Fui al parque— respondí sonriendo levemente.—Necesitaba aire fresco.

Lucía se acercó y me abrazó torpemente:

—Perdón si he sido dura contigo… Es que a veces siento que no te entiendo…

La abracé fuerte, sintiendo por primera vez en mucho tiempo que tal vez aún había esperanza para nosotras.

Esa noche cenamos juntas sin celulares ni prisas. Hablamos de cosas simples: recetas, recuerdos, sueños pequeños.

No sé si mis otros hijos volverán algún día sin excusas ni agendas apretadas. Pero aprendí que la soledad no siempre es ausencia; a veces es espacio para reencontrarse consigo misma.

¿Será que algún día mis hijos entenderán cuánto duele esperar? ¿O será que todas las madres estamos condenadas a ser invisibles cuando más necesitamos ser vistas?