Por ti, mamá: Una historia de amor, sacrificio y secretos

—Ewa, por favor… Hazlo por mí. Tú sabes que no puedo tener hijos. Hazlo, hija, ten un hijo para mí.

La voz de mi madre, Marta, temblaba como si cada palabra le arrancara un pedazo de alma. Yo tenía diecinueve años y acababa de entrar a la universidad en Bogotá. Era mi primer día, pero esa mañana no podía pensar en nada más que en el peso de su petición. Mi madre, sentada en la mesa de la cocina, con las manos apretadas y los ojos llenos de lágrimas, me miraba como si yo fuera su última esperanza.

—Mamá, ¿cómo puedes pedirme algo así? —le respondí, sintiendo que el aire se me escapaba del pecho—. Apenas estoy empezando mi vida…

Ella se levantó y me abrazó fuerte. Sentí su desesperación, su miedo a quedarse sola, su dolor por no poder darme hermanos. Mi papá nos había dejado cuando yo tenía cinco años y nunca volvió a buscarnos. Desde entonces, éramos solo ella y yo contra el mundo.

Ese día llegué tarde a la universidad. Caminé por los pasillos llenos de estudiantes que reían y hablaban de cosas normales: exámenes, fiestas, sueños. Yo solo podía pensar en el eco de la voz de mi madre. Cuando por fin encontré el salón correcto, el profesor ya había empezado a hablar.

—Bienvenidos a Introducción a la Psicología Social —dijo el profesor Ramírez—. Hoy hablaremos sobre las dinámicas familiares y cómo influyen en nuestra identidad.

Sentí que me miraba directamente a mí. ¿Cómo podía saber lo que estaba pasando en mi casa? Me senté en la primera fila, tratando de concentrarme, pero las palabras del profesor se mezclaban con las de mi madre.

Esa noche, mientras cenábamos arroz con pollo y plátano maduro, mamá volvió al tema.

—Ewa, yo sé que es mucho pedirte… pero si tú tienes un hijo, yo podría criarlo como mío. No tienes que preocuparte por nada. Yo me encargaría de todo.

Me quedé mirándola en silencio. ¿Cómo podía explicarle que yo quería ser libre? Que soñaba con viajar, con enamorarme, con tener una vida diferente a la suya. Pero también sentía culpa. En nuestra cultura, la familia lo es todo. ¿Quién era yo para negarle a mi madre lo único que siempre había querido?

Pasaron los días y la presión aumentó. Mi tía Lucía venía a visitarnos y siempre dejaba caer comentarios venenosos:

—Marta, ya deberías tener nietos. Ewa está en edad…

Yo apretaba los dientes y fingía sonreír. En la universidad conocí a Julián, un chico de Medellín que estudiaba Derecho. Era divertido y soñador. Empezamos a salir y por primera vez sentí que podía ser feliz sin cargar el peso del mundo sobre mis hombros.

Pero mamá no lo veía así.

—¿Y Julián? ¿Él estaría dispuesto a darte un hijo? —me preguntó una noche mientras lavábamos los platos.

—Mamá, ¡ni siquiera hemos hablado de eso! Apenas nos estamos conociendo…

—Pues deberías pensarlo —insistió ella—. No quiero morirme sin conocer a mi nieto.

Las semanas se convirtieron en meses. La presión se volvió insoportable. Empecé a tener pesadillas: soñaba que tenía un bebé y que mi madre me lo arrebataba de los brazos. Me despertaba sudando y llorando en silencio para no preocuparla.

Un día, después de clases, Julián me llevó al parque Simón Bolívar. Nos sentamos bajo un árbol y le conté todo.

—No sé qué hacer —le confesé—. Siento que si no le doy un hijo a mi mamá, la voy a destruir… pero si lo hago, me destruyo yo.

Julián me tomó la mano.

—Ewa, tú tienes derecho a vivir tu vida. No puedes sacrificarte así por nadie… ni siquiera por tu mamá.

Pero en mi barrio eso era impensable. Las vecinas cuchicheaban cada vez que pasaba:

—Mira esa muchacha, tan bonita y sin novio…

—¿Y la mamá? Pobrecita, tan sola…

El chisme era como veneno: lento pero mortal.

Una tarde llegué a casa y encontré a mamá llorando frente al altar de la Virgen de Guadalupe.

—¿Por qué Dios me castiga así? —sollozaba—. ¿Por qué no puedo tener más hijos?

Me arrodillé junto a ella y la abracé fuerte.

—Mamá, yo te amo… pero no puedo hacer esto —le dije entre lágrimas—. No puedo tener un hijo solo para darte gusto.

Ella me miró con rabia y tristeza al mismo tiempo.

—¡Egoísta! —gritó—. ¡Todo lo que he hecho por ti! ¿Así me pagas?

Me fui corriendo al cuarto y cerré la puerta con llave. Lloré hasta quedarme dormida.

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Mamá no me hablaba. Solo me miraba con ojos llenos de reproche. Yo iba a clases como un fantasma, apenas escuchando lo que decían los profesores.

Un día recibí una llamada urgente: mamá había tenido un ataque de ansiedad y estaba en el hospital. Corrí hasta allá y la encontré pálida y débil.

—Ewa… perdóname —susurró—. No quería hacerte daño. Solo… solo quería sentirme completa.

Lloré junto a su cama y le prometí que nunca la dejaría sola. Pero también supe que tenía que poner límites si quería sobrevivir.

Con el tiempo, mamá empezó terapia psicológica en el centro comunitario del barrio. Poco a poco entendió que su felicidad no podía depender de mí ni de un nieto inexistente. Nuestra relación sanó lentamente, aunque las cicatrices quedaron para siempre.

Hoy tengo veinticinco años y estoy terminando mi maestría en Psicología Social. Mamá sigue siendo mi mejor amiga, pero ahora sabe que soy dueña de mi destino.

A veces me pregunto: ¿Cuántas hijas en Latinoamérica cargan con sueños ajenos? ¿Cuántas veces confundimos amor con sacrificio? ¿Hasta dónde estamos dispuestas a llegar por nuestra familia?