Perdí la paciencia cuando mi hijo preguntó si podía llamar ‘mamá’ a la abuela: Mi respuesta sorprendió a todos

—¿Puedo llamarle ‘mamá’ a la abuela? —La voz de Emiliano, mi hijo de seis años, retumbó en el comedor como un trueno inesperado. El tenedor de mi suegra, Doña Carmen, quedó suspendido en el aire, y mi esposo, Mauricio, se atragantó con el arroz. Yo sentí cómo la sangre me subía al rostro, caliente y traicionera.

No sé si fue el cansancio del día o los años de sentirme una extraña en esta casa de Ciudad del Este, tan diferente a mi pequeño pueblo en Misiones, pero algo dentro de mí se rompió. Miré a Emiliano, con sus ojos grandes y sinceros, y sentí una punzada de celos y tristeza. ¿En qué momento mi hijo sintió que yo no era suficiente?

—¿Por qué quieres llamarla así? —pregunté, tratando de mantener la voz firme, aunque me temblaban las manos.

Emiliano bajó la mirada. —Porque ella siempre está aquí cuando tú trabajas. Me lleva al parque, me ayuda con la tarea…

Doña Carmen se aclaró la garganta. —Ay, hija, no te lo tomes a mal. Los niños dicen cosas sin pensar.

Pero yo no podía dejarlo pasar. No después de todo lo que había sacrificado para llegar hasta aquí. Recordé los días en que caminaba kilómetros para ir a la escuela en mi pueblo, soñando con una vida mejor. Cuando conseguí la beca para estudiar economía en Asunción, toda mi familia celebró como si hubiera ganado la lotería. «Vas a ser alguien», me decían. Y yo les creí.

El panel de entrevistas en el banco no se inmutó cuando mencioné que venía de un lugar donde las vacas superan en número a las personas. Me contrataron por mi empeño y mis notas. Pero aquí, en esta casa llena de fotos antiguas y muebles heredados, nunca sentí que pertenecía del todo.

—No es justo —dije, sin poder contenerme—. Yo también soy tu mamá, Emiliano. Trabajo para darte lo mejor. ¿Eso no cuenta?

Mauricio intentó intervenir: —Amor, no es para tanto…

—¡Claro que es para tanto! —le corté—. ¿Acaso alguien aquí sabe lo que es dejar todo atrás por un sueño? ¿O sentir que nunca es suficiente?

El silencio se hizo pesado. Doña Carmen dejó el tenedor sobre el plato y me miró con una mezcla de lástima y reproche.

—Yo solo quiero ayudar —dijo suavemente—. No vine a quitarte tu lugar.

Pero sus palabras me dolieron más que cualquier reproche abierto. Porque en el fondo sabía que ella sí había estado ahí cuando yo no podía. Que Emiliano buscaba en ella el calor que yo, por mis horarios interminables en el banco, muchas veces no podía darle.

Me levanté de la mesa y fui al patio. El aire fresco me golpeó el rostro y sentí las lágrimas correr sin control. Recordé a mi propia madre, allá en Misiones, siempre tan fuerte pero tan ausente por tener que trabajar en la chacra. ¿Estaba repitiendo su historia sin querer?

Mauricio salió tras de mí.

—No te pongas así —me dijo—. Sabes que Emiliano te adora.

—¿Y si no es suficiente? —pregunté entre sollozos—. ¿Y si solo soy una sombra en su vida?

Él me abrazó torpemente.

—Eres su mamá. Nadie puede reemplazarte.

Pero las palabras no bastaban. Esa noche apenas dormí. Al día siguiente fui al banco como autómata, sonriendo ante los clientes mientras por dentro me sentía vacía.

Pasaron los días y la tensión se instaló en casa como un huésped indeseado. Doña Carmen evitaba mirarme a los ojos; Emiliano estaba más callado de lo normal. Hasta que una tarde, mientras revisaba unos informes en la laptop, escuché un golpecito en la puerta.

Era Doña Carmen.

—¿Puedo pasar?

Asentí sin mirarla.

Se sentó frente a mí y suspiró.

—Yo sé lo que es sentirse desplazada —dijo—. Cuando Mauricio se casó contigo, sentí que perdía a mi hijo. Pero aprendí a quererte porque vi cuánto luchabas por tu familia.

Me sorprendió su sinceridad.

—No quiero ser tu enemiga —continuó—. Solo quiero que Emiliano sea feliz. Y tú también.

La miré por fin y vi lágrimas en sus ojos. Por primera vez entendí que ambas estábamos luchando por amor al mismo niño, desde lugares distintos.

Esa noche reuní a la familia en la sala.

—Emiliano —le dije—, puedes querer mucho a tu abuela y pasar tiempo con ella. Pero yo soy tu mamá y siempre lo seré. Si alguna vez te hago falta o necesitas algo, prométeme que me lo dirás.

Él asintió y corrió a abrazarme.

Doña Carmen sonrió con alivio y Mauricio me tomó de la mano.

A veces pienso que las mujeres estamos condenadas a sentirnos insuficientes: como madres, como hijas, como esposas o nueras. Pero esa noche entendí que el amor no se divide; se multiplica.

¿Será que algún día aprenderemos a dejar de competir por el cariño de quienes amamos? ¿O estamos destinadas a repetir los mismos miedos generación tras generación?