Nunca fui la abuela que soñé ser – ¿y ahora soy la mala?
—¿Por qué me llamas ahora, Lucía? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras el teléfono vibraba en mi mano como si presintiera el temblor de mi corazón.
Del otro lado, el silencio era tan denso que podía escuchar el eco de mi propia respiración. Lucía, mi nuera, la mujer que durante seis años apenas me dirigió la palabra, ahora necesitaba algo de mí. Lo supe antes de que lo dijera. Las madres lo sabemos todo, incluso cuando fingimos no saberlo.
—Señora Marta… —su voz sonaba cansada, derrotada—. No tengo a quién más acudir. ¿Podría cuidar a Emiliano unos días? Me salió un trabajo y…
Emiliano. Mi nieto. El niño al que veía solo en fotos de WhatsApp, el que me saludaba con timidez cuando coincidíamos en alguna fiesta familiar, siempre aferrado a la pierna de su madre. Seis años siendo una sombra en su vida. Seis años preguntándome qué hice mal para que mi propio hijo, Andrés, permitiera que su esposa me mantuviera tan lejos.
—Claro que sí —respondí, aunque por dentro sentía un nudo en el estómago—. Tráemelo cuando quieras.
Colgué y me quedé mirando la foto de Andrés en la repisa. Él y yo, en el parque de Chapultepec, cuando tenía cinco años. Sonreía con esa inocencia que solo los niños conocen. ¿En qué momento se rompió nuestro lazo? ¿Fue cuando se casó con Lucía y ella empezó a mirarme como si yo fuera una amenaza?
Recuerdo la primera vez que Lucía vino a casa. Traía una blusa blanca y unos jeans gastados. Era bonita, pero sus ojos tenían una dureza que me inquietó desde el principio. Andrés estaba enamorado y yo traté de ser amable, pero cada palabra mía parecía caerle mal. Cuando nació Emiliano, pensé que todo cambiaría. Imaginé tardes de juegos en el patio, galletas recién horneadas y cuentos antes de dormir. Pero Lucía nunca me dejó acercarme. Siempre había una excusa: el niño estaba cansado, tenía tarea, o simplemente no era buen momento.
A veces escuchaba a las vecinas hablar de sus nietos con orgullo: «Mi nieta me llama abuelita cada vez que me ve», «Mi nieto no puede dormir si no le cuento un cuento». Yo solo sonreía y cambiaba de tema. ¿Cómo explicarles que para Emiliano yo era poco más que una desconocida?
El día que Lucía llegó con Emiliano fue gris y lluvioso. El niño traía una mochila azul y los ojos bajos. Lucía ni siquiera entró; apenas me miró a los ojos.
—Gracias, señora Marta —dijo rápido—. Le dejo el número del pediatra por si pasa algo.
Me quedé sola con Emiliano en la sala. Él se sentó en el sillón, abrazando su mochila como si fuera un salvavidas.
—¿Te gusta el chocolate caliente? —pregunté, intentando sonar alegre.
Me miró de reojo y asintió apenas. Fui a la cocina y preparé dos tazas. Cuando regresé, él seguía en la misma posición.
—¿Quieres ver caricaturas? —insistí.
Esta vez negó con la cabeza.
Me senté a su lado y bebí un sorbo de chocolate. El silencio era incómodo, pero no quise forzarlo. Recordé cómo Andrés se acurrucaba conmigo cuando era niño, cómo me contaba sus miedos y sus sueños. ¿Por qué con Emiliano todo era tan difícil?
Esa noche, mientras lo arropaba en la cama de visitas, le pregunté:
—¿Te gusta venir a casa de la abuela?
Me miró con esos ojos grandes y tristes.
—Mi mamá dice que aquí no hay juguetes —susurró.
Sentí una punzada en el pecho.
—Mañana iremos al mercado y tú eliges uno —le prometí.
Al día siguiente caminamos bajo el sol del mediodía por las calles empedradas del barrio. En el mercado eligió un carrito rojo y un cuaderno para dibujar. Poco a poco, empezó a hablarme más: me contó sobre su maestra favorita, sobre un perrito que quería tener y sobre cómo extrañaba a su papá cuando trabajaba mucho.
Por las noches le leía cuentos y él escuchaba atento, aunque al principio parecía no querer acercarse demasiado. Una tarde, mientras preparábamos quesadillas juntos, me miró serio:
—¿Por qué casi nunca vengo contigo?
La pregunta me desarmó.
—No lo sé, mi amor —respondí con honestidad—. A veces los adultos cometemos errores.
Me abrazó por primera vez esa noche antes de dormir. Sentí que algo dentro de mí se rompía y se reconstruía al mismo tiempo.
Pero la felicidad fue breve. Al tercer día, Lucía llegó antes de lo esperado. Entró sin saludar y fue directo a buscar a Emiliano.
—Vámonos —ordenó seca.
Emiliano corrió hacia mí y me abrazó fuerte.
—¿Puedo venir otro día? —me preguntó con esperanza.
Lucía lo jaló del brazo sin mirarme.
—No molestes a la abuela —le dijo entre dientes.
Me quedé parada en la puerta viendo cómo se alejaban bajo la lluvia fina del atardecer. Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué Lucía me odiaba tanto? ¿Por qué Andrés nunca defendió mi lugar en la familia?
Esa noche llamé a mi hijo.
—Andrés, necesito hablar contigo —le dije apenas contestó.
—Mamá, estoy ocupado…
—No es justo lo que está pasando —interrumpí—. No soy una extraña para Emiliano. Soy su abuela.
Del otro lado hubo un silencio largo.
—Lucía tiene sus razones…
—¿Y tú? ¿Tienes razones para dejarme fuera?
No respondió. Colgó sin despedirse.
Pasaron semanas sin noticias. Cada día miraba el carrito rojo sobre la mesa del comedor y sentía una mezcla de tristeza y rabia. Un domingo cualquiera, mientras regaba las plantas del patio, escuché pasos en la entrada. Era Emiliano, solo, con una carta en la mano.
—Mi mamá dice que no puedo venir mucho —me dijo bajito—. Pero yo quiero verte más veces.
Me entregó la carta: era un dibujo nuestro haciendo quesadillas juntos.
Lo abracé fuerte y lloré sin vergüenza.
Esa tarde jugamos hasta que cayó el sol. Cuando Lucía vino por él, no dijo nada al verme llorar; solo bajó la mirada y se fue rápido con Emiliano de la mano.
Desde entonces nos vemos a escondidas cuando Lucía lo permite o cuando Andrés se atreve a desafiarla un poco. No es lo que soñé, pero es lo único que tengo.
A veces me pregunto: ¿cuántas abuelas viven así en silencio? ¿Cuántas familias se rompen por orgullo o miedo? ¿No merecemos todos una segunda oportunidad para amar sin barreras?