El peso de los días: Cuidando a mi abuelo en la casa de siempre
—¡Mariana! ¡Mariana, ven rápido!—
El grito de mi abuelo retumbó en la casa como un trueno. Eran las dos de la mañana y afuera llovía tan fuerte que las gotas parecían golpear el techo con rabia. Me levanté de un salto, con el corazón latiendo en la garganta. Corrí por el pasillo oscuro, esquivando los juguetes viejos de mis hijos y las fotos torcidas en la pared. Cuando llegué a su cuarto, lo encontré sentado en la orilla de la cama, temblando, con los ojos llenos de miedo.
—No puedo moverme, hija. Me duele mucho la pierna—susurró, casi avergonzado.
Me arrodillé a su lado, le tomé la mano y sentí su piel fría y frágil. Mi abuelo, Don Ernesto, siempre fue un hombre fuerte. Trabajó toda su vida en el mercado de San Juan de Dios, cargando cajas, regateando con los clientes, riendo con los amigos. Pero desde que se cayó hace dos años y se fracturó la cadera, todo cambió. Pasó meses postrado en esa misma cama, mirando el techo, preguntándose si volvería a caminar. Y aunque poco a poco recuperó algo de movilidad, nunca volvió a ser el mismo.
Yo tampoco.
Antes de su accidente, tenía una vida relativamente tranquila. Mis hijos iban a la escuela pública del barrio, mi esposo trabajaba en una fábrica de autopartes y yo vendía pasteles para ayudar con los gastos. Pero cuando el hospital nos dijo que mi abuelo necesitaba cuidados constantes, no hubo discusión: tenía que venirse a vivir con nosotros. Mi mamá vive en Estados Unidos y mis tíos… bueno, ellos siempre tienen una excusa para no aparecer.
Al principio pensé que podría con todo. ¿Cómo no iba a poder? Era mi abuelo, el hombre que me enseñó a andar en bicicleta y a hacer tortillas a mano. Pero nadie te prepara para ver a quien amas perderse poco a poco entre dolores, olvidos y rabietas. Nadie te dice que vas a sentir rabia, culpa y cansancio al mismo tiempo.
Esa noche, después de ayudarlo a acomodarse y darle su medicina, me senté en la sala con una taza de café frío entre las manos. Mi esposo dormía en el sillón porque últimamente discutimos mucho; dice que ya no soy la misma, que siempre estoy cansada o de mal humor. Mis hijos apenas se asoman al cuarto del abuelo porque les da miedo verlo tan frágil.
A veces siento que esta casa se ha vuelto demasiado pequeña para tanto dolor.
Una tarde, mientras bañaba a mi abuelo, él me miró con esos ojos grises que siempre parecían ver más allá de lo evidente.
—¿Sabes qué es lo peor de envejecer?—me preguntó—No es el dolor ni la soledad… es sentir que eres una carga para los que amas.
Me quedé callada. ¿Qué podía decirle? Yo también sentía ese peso todos los días. El dinero no alcanza; los pañales desechables son caros y el seguro social apenas cubre lo básico. A veces tengo que elegir entre comprarle sus medicinas o pagar la luz. Y cuando por fin logro dormir un poco, sueño con mi vida antes de todo esto: las tardes en el parque con mis hijos, las risas en la cocina, los domingos sin preocupaciones.
Pero también hay momentos hermosos. Como cuando mi abuelo me cuenta historias de cuando era joven: cómo conoció a mi abuela en una fiesta del pueblo, cómo sobrevivió al temblor del 85 ayudando a sacar gente entre los escombros. O cuando le pongo sus canciones favoritas de Pedro Infante y lo veo cerrar los ojos, tarareando bajito como si regresara por un instante a esos años dorados.
Un día, mi hermano Javier vino de visita después de meses sin aparecerse. Entró con su camisa planchada y su perfume caro, saludó rápido y se sentó lejos del abuelo.
—¿Y cómo va todo?—preguntó sin mirarme a los ojos.
—Como siempre—le respondí—Aquí seguimos…
—Deberías buscar una enfermera o llevarlo a un asilo. No puedes seguir así toda la vida.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo explicarle que no es tan fácil? Que aquí en México los asilos buenos cuestan una fortuna y los públicos son tristes y fríos. Que mi abuelo me pidió quedarse en su casa hasta el final. Que aunque me duela, no puedo abandonarlo.
—No todos tenemos tu suerte ni tu dinero, Javier—le dije al fin—Y aunque pudiera… no quiero que muera solo.
Mi hermano suspiró y se fue antes de la cena. Mi mamá llamó desde California esa noche; lloró al teléfono y prometió mandar dinero, pero yo sé que también tiene sus propios problemas allá.
A veces pienso que cuidar a mi abuelo es como remar contra corriente: cada día es una batalla contra el cansancio, la tristeza y el miedo al futuro. Pero también he descubierto una fuerza dentro de mí que no sabía que tenía. He aprendido a pedir ayuda cuando ya no puedo más; a reírme de las pequeñas tragedias cotidianas; a valorar los minutos de paz como si fueran oro.
Una tarde cualquiera, mientras le daba de comer a mi abuelo en el patio bajo el sol tapatío, él me tomó la mano y me dijo:
—Gracias por no dejarme solo, Marianita. Eres lo mejor que tengo.
Lloré en silencio mientras le limpiaba la boca con una servilleta. Porque sí, es difícil… pero también es un acto de amor tan grande que no cabe en palabras.
Hoy escribo esto mientras escucho su respiración pausada desde el cuarto contiguo. No sé cuánto tiempo más podré seguir así ni qué pasará mañana. Pero sé que cada día cuenta; cada caricia, cada historia compartida es un regalo que atesoro aunque duela.
¿Hasta dónde llega nuestro deber como familia? ¿Cuántos sacrificios valen la pena por amor? A veces me pregunto si alguien más allá de estas paredes entiende lo que significa cuidar hasta el final… ¿Y tú? ¿Qué harías si estuvieras en mi lugar?