La sombra de lo que callamos
—¿Por qué no pediste la mesa junto a la ventana, Lucía? —me pregunta mi madre, con esa voz suya que siempre suena a reproche disfrazado de sugerencia.
No le contesto. Me limito a mirar cómo la luz azulada de las series navideñas tiñe el rostro de mi hermano, Santiago, que sonríe como si de verdad estuviera feliz. La cafetería está llena, el bullicio es casi ensordecedor y la música pop en inglés parece fuera de lugar en este rincón del centro de la ciudad. Pero aquí estamos, fingiendo que somos una familia normal celebrando un cumpleaños más.
Santiago pidió su pastel favorito: tres leches con fresas. Mi padre, como siempre, llegó tarde y ya huele a mezcal. Mi madre no deja de mirar el reloj, como si tuviera algo mejor que hacer. Yo… yo sólo quiero que esta noche termine. Porque sé que si no lo hago hoy, nunca tendré el valor.
—¿Y los regalos? —pregunta Santiago, tratando de sonar animado.
—Aquí tienes el mío —le digo, entregándole una caja envuelta con papel dorado. Dentro hay un libro viejo, uno que leímos juntos cuando éramos niños. Él lo reconoce al instante y me lanza una mirada cargada de nostalgia y algo más: tristeza.
—Gracias, Lucía —susurra.
Mi madre le da un sobre con dinero. Mi padre ni siquiera se molesta en fingir sorpresa: saca una botella pequeña de tequila y la pone sobre la mesa.
—Para que celebres como hombre —dice, y Santiago baja la mirada.
La conversación se va apagando poco a poco. Afuera ya es noche cerrada y la ciudad parece aún más fría bajo las luces artificiales. Siento el corazón golpeando en mi pecho. Sé que tengo que hacerlo ahora o callar para siempre.
—Tengo algo que decirles —anuncio, mi voz temblorosa apenas audible entre el ruido.
Mi madre me mira con fastidio. Mi padre ni siquiera levanta la vista. Santiago me observa con esos ojos grandes y oscuros que siempre han sido mi refugio y mi condena.
—¿No puede esperar? —dice mi madre—. Hoy es el cumpleaños de tu hermano.
—Justamente por eso —respondo—. Porque ya no puedo seguir fingiendo.
El silencio cae sobre la mesa como una losa. Siento las miradas curiosas de las otras mesas, pero no me importa. Respiro hondo y dejo salir las palabras que llevo años tragando.
—Hace cinco años… cuando papá perdió el trabajo… no fue sólo por la crisis. Fue porque yo… yo fui a hablar con su jefe.
Mi padre levanta la cabeza, los ojos inyectados en sangre por el alcohol y la sorpresa.
—¿Qué estás diciendo? —gruñe.
—Yo… yo le conté lo del dinero que faltaba. Pensé que era lo correcto. No sabía que te iban a correr…
Mi madre se lleva las manos a la boca. Santiago me mira como si no pudiera creer lo que oye.
—¿Por qué hiciste eso? —pregunta él, su voz rota.
Las lágrimas me queman los ojos. No puedo dejar de hablar ahora.
—Tenía miedo… Mamá lloraba todas las noches, tú llegabas borracho… Yo sólo quería que todo terminara, que alguien nos ayudara…
Mi padre se pone de pie tan bruscamente que tira su silla.
—¡Me arruinaste la vida! —grita—. ¡Por tu culpa terminé vendiendo en la calle!
La gente nos mira abiertamente ahora. Un mesero se acerca, nervioso.
—¿Todo bien aquí?
—Sí —miento—. Todo está bien.
Pero nada está bien. Mi madre llora en silencio. Santiago me mira con odio y compasión al mismo tiempo.
—¿Por qué nunca dijiste nada? —susurra él.
—Porque tenía miedo de perderlos —respondo—. Pero igual los perdí…
Mi padre sale tambaleándose del local. Mi madre va tras él, sin mirarme siquiera. Santiago se queda sentado frente a mí, el pastel intacto entre nosotros.
—Siempre pensé que papá era una víctima —dice él, con voz amarga—. Ahora no sé qué pensar.
Me quedo callada. No hay palabras suficientes para pedir perdón por una traición así, aunque haya sido por miedo o por amor mal entendido.
Santiago se levanta despacio. Por un momento creo que va a abrazarme, pero sólo toma su abrigo y se va sin mirar atrás.
Me quedo sola en la mesa, rodeada de risas ajenas y luces festivas que ahora me parecen crueles. El pasado nunca desaparece realmente; sólo espera el momento justo para reclamar lo suyo.
¿Vale la pena decir la verdad cuando sabes que puede destruirlo todo? ¿O es peor vivir toda la vida con ese peso en el corazón?