Tres cosas frente al mar

—¿Por qué viniste sola, Lucía? —me preguntó la casera apenas crucé la puerta del pequeño rancho frente al mar, con la maleta arrastrando sobre la arena húmeda.

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que venía huyendo de todo, incluso de mí misma? Que en esa maleta sólo traía tres cosas: el suéter viejo de mi papá, que aún olía a jabón de barra y a tardes de fútbol en el patio; un rollo fotográfico sin revelar, con una etiqueta escrita por mi hermana menor: “para después”; y una carta sellada, con una caligrafía que no era la mía ni la de nadie de mi familia. Una carta gruesa, con un borde azul como si fuera un acento extranjero en mi vida.

La casera, doña Carmen, me miró con esos ojos de quien ha visto demasiadas despedidas en la playa. Me dejó las llaves y se fue sin más preguntas. El viento del Pacífico entraba por las rendijas y me revolvía el cabello, como si quisiera arrancarme los secretos.

Esa noche no pude dormir. El suéter de mi papá me abrazaba desde el respaldo de la silla. Me pregunté si él habría sentido lo mismo cuando se fue de casa, hace años, dejando a mi mamá con dos hijas y una montaña de deudas. Siempre pensé que lo odiaba por eso, pero ahora, sentada frente al mar, sólo sentía un hueco.

El rollo fotográfico era un misterio. Mi hermana Valeria y yo solíamos tomar fotos con la vieja cámara Minolta de papá. Pero este rollo tenía sólo nueve fotos tomadas y una nota: “para después”. ¿Después de qué? ¿De su muerte? ¿De que yo tuviera el valor de enfrentar lo que dejamos pendiente?

La carta… esa carta me quemaba en las manos. No era mi letra, ni la de Valeria, ni la de mamá. El sobre tenía un borde azul y estaba sellado con cera roja. ¿Quién escribe cartas así en estos tiempos? La guardé bajo la almohada, como si pudiera protegerme del contenido.

A la mañana siguiente, salí a caminar por la playa. El mar estaba bravo, como si supiera que yo venía a buscar respuestas. Vi a unos niños jugando fútbol descalzos, gritando nombres que me sonaban familiares: “¡Dale, Kevin! ¡Pásala, Brenda!” Me senté en la arena y cerré los ojos. Recordé las tardes en el barrio San Martín, en Guayaquil, cuando papá nos llevaba a ver los partidos del Barcelona. Siempre decía: “El fútbol es como la vida, Lucía: a veces pierdes, pero siempre hay revancha.”

Volví a la casa y me decidí a revelar el rollo. En el pueblo había un estudio fotográfico pequeño, atendido por un señor llamado Don Efraín. Le entregué el rollo y me miró con curiosidad.

—¿Fotos viejas? —preguntó.
—No sé —le respondí—. Tal vez son recuerdos que no quiero ver.

Me prometió tenerlas al día siguiente. Caminé de regreso sintiendo el peso del sobre en mi bolsillo. ¿Y si era una carta de papá? ¿Y si era algo peor?

Esa noche soñé con Valeria. La veía corriendo por el malecón, riendo como cuando éramos niñas. Desperté llorando. Hacía dos años que no hablábamos. La última vez fue en el funeral de mamá. Nos gritamos cosas horribles: “¡Tú nunca estuviste cuando más te necesitábamos!” “¡Siempre fuiste la favorita!” Desde entonces, silencio.

Por la tarde fui por las fotos. Don Efraín me entregó un sobre amarillo.

—A veces las fotos muestran lo que uno no quiere ver —dijo antes de irse al fondo del local.

Me senté en una banca frente al mar y abrí el sobre. La primera foto era de Valeria y yo, abrazadas en el patio de casa. La segunda, papá sentado en la hamaca leyendo el periódico. La tercera… mamá llorando en la cocina, con una carta en la mano. Sentí un nudo en la garganta.

Las siguientes fotos eran más recientes: Valeria con su hija recién nacida; yo en mi graduación universitaria; mamá sola en su cuarto mirando por la ventana; papá parado frente a una puerta cerrada… ¿Cuándo tomó Valeria estas fotos? ¿Por qué nunca me las mostró?

La última foto era diferente: era yo, sentada frente a una mesa con una carta sellada idéntica a la que ahora tenía en mis manos. En esa foto yo lloraba.

Corrí a casa y busqué el sobre bajo la almohada. Lo abrí temblando. Dentro había una carta escrita por papá:

“Lucía,

Si estás leyendo esto es porque ya no estoy contigo. Sé que te fallé muchas veces y que te dejé sola cuando más me necesitabas. Pero quiero que sepas que siempre te amé a mi manera torpe y silenciosa. El suéter es para que recuerdes mis abrazos; las fotos para que no olvides los momentos felices; y esta carta para pedirte perdón.

No supe cómo ser padre después de perderlo todo. Me fui porque pensé que era mejor para ustedes, pero me equivoqué. Ojalá puedas perdonarme algún día.

Con amor,
Papá”

Me desplomé sobre la cama y lloré como no lo hacía desde niña. El mar rugía afuera como si quisiera consolarme o arrastrar mi dolor lejos.

Esa noche llamé a Valeria por primera vez en dos años. Al principio no contestó. Insistí hasta que escuché su voz cansada del otro lado:

—¿Lucía?
—Sí… Tengo algo tuyo —le dije entre sollozos—. Y creo que también es mío.

Nos quedamos en silencio largo rato, escuchando sólo nuestras respiraciones entrecortadas.

—¿Vas a volver? —preguntó finalmente.
—Sí… pero antes quiero ver el mar una vez más.

Colgué sintiendo que algo dentro de mí se había roto y vuelto a unir al mismo tiempo.

Ahora estoy aquí, sentada frente al océano con el suéter puesto y las fotos sobre las piernas. Pienso en todo lo que perdimos por orgullo y miedo. Pienso en papá y en mamá, en Valeria y en mí.

¿Será posible perdonar de verdad? ¿Cuántas cartas guardamos sin abrir por miedo a lo que puedan decirnos? ¿Y si mañana ya es demasiado tarde?