Cuando los niños se fueron con la abuela: Una noche que cambió mi familia para siempre

—¿Por qué tiemblas, Mariana? —me preguntó Andrés, mi esposo, mientras cerraba la puerta de la casa. El eco de la voz de mis hijos aún flotaba en el aire, mezclado con el olor a sopa de pollo que mi suegra siempre preparaba cuando los recibía en su casa de San Miguel. Era viernes por la noche y, por primera vez en meses, la casa estaba en silencio. Pensé que ese silencio sería un bálsamo, pero sentí un nudo en el estómago.

—No es nada —le respondí, aunque sabía que mentía. Había algo en el ambiente, una tensión invisible que me apretaba el pecho.

Andrés puso dos tazas de café sobre la mesa y se sentó frente a mí. Sus ojos, normalmente cálidos, evitaban los míos. El reloj marcaba las ocho y media. Afuera, los perros ladraban y el bullicio del barrio se colaba por la ventana abierta.

—Tenemos que hablar —dijo de pronto, con esa voz grave que usaba cuando algo iba mal en el trabajo o cuando discutíamos sobre dinero.

Me quedé helada. ¿Qué podía ser tan urgente? ¿Había perdido su empleo? ¿Había pasado algo con los niños? Pero no, su mirada era distinta, como si estuviera a punto de confesar un crimen.

—¿Te acuerdas de aquella noche en la fiesta de fin de año en casa de los Ramírez? —preguntó.

Asentí. Cómo olvidarlo. Fue una noche caótica: los niños corriendo por toda la casa, la música a todo volumen, y yo tratando de no perder la paciencia mientras Andrés desaparecía cada tanto con sus amigos al patio.

—Esa noche… cometí un error —susurró. Sentí que el mundo se detenía. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que él podía oírlo.

—¿Qué clase de error? —pregunté, aunque ya intuía la respuesta.

Andrés bajó la cabeza. —Me besé con otra persona. Fue solo un beso, Mariana, te lo juro. Estaba borracho y confundido. No significó nada… pero no he podido dejar de pensar en eso desde entonces.

El silencio se hizo insoportable. Sentí rabia, tristeza y una punzada de traición. Quise gritarle, arrojarle la taza de café o salir corriendo a buscar a mis hijos y abrazarlos fuerte. Pero me quedé ahí, paralizada.

—¿Quién fue? —pregunté finalmente, con la voz quebrada.

Andrés dudó un segundo antes de responder: —Fue Lucía…

Lucía. Mi mejor amiga desde la secundaria. La madrina de nuestro hijo menor. Sentí que me arrancaban el alma.

—¿Por qué me lo dices ahora? ¿Por qué justo hoy? —le reclamé.

—No podía seguir callando —respondió él—. Cada vez que te veo con ella… cada vez que veo a los niños jugar juntos… siento que te estoy mintiendo y no puedo más.

Me levanté de la mesa y caminé hasta la ventana. Afuera, las luces del barrio titilaban como si nada hubiera pasado. Pero dentro de mí todo se había roto.

Recordé todas las veces que Lucía venía a casa, sus abrazos largos, sus bromas sobre lo afortunada que era yo por tener a Andrés. ¿Había sido todo una mentira?

La noche avanzó entre lágrimas y reproches. Andrés intentó explicarse una y otra vez, pero yo solo podía pensar en mis hijos. ¿Qué pasaría si nos separábamos? ¿Cómo les explicaría que su familia se desmoronaba por un error?

Al día siguiente, Lucía me llamó como siempre para preguntar si necesitaba algo del mercado. Su voz sonaba tan normal que me dieron ganas de gritarle la verdad por teléfono. Pero colgué sin responderle.

Pasaron los días y la tensión creció como una tormenta sobre nuestra casa. Andrés dormía en el sofá y yo apenas podía mirarlo a los ojos. Los niños regresaron de casa de la abuela sin sospechar nada, pero notaron el frío entre nosotros.

Una tarde, mientras preparaba arroz con pollo para la cena, mi hija Camila se acercó y me abrazó por la espalda.

—¿Estás triste, mami? —me preguntó con esa inocencia que solo tienen los niños.

No supe qué decirle. Solo la abracé fuerte y lloré en silencio.

Esa noche, después de acostar a los niños, Andrés se arrodilló frente a mí.

—No quiero perderte, Mariana —me dijo—. Sé que te fallé y no espero que me perdones ahora… pero quiero luchar por nuestra familia.

Lo miré largo rato. Recordé todo lo que habíamos construido juntos: los días buenos y malos, las veces que apenas teníamos para pagar la renta, las risas en los cumpleaños de los niños… ¿Valía la pena tirar todo eso por un error?

Pero también recordé el dolor de la traición, la desconfianza sembrada entre nosotros y el miedo a volver a confiar.

Decidí ir a hablar con Lucía. Nos encontramos en una cafetería del centro del pueblo. Ella llegó nerviosa, con los ojos rojos de tanto llorar.

—Perdóname, Mariana —me dijo apenas nos sentamos—. No sé cómo pasó… Fue un momento de debilidad y me arrepiento cada día.

La miré fijamente. Quise odiarla, pero solo sentí lástima por ambas.

—¿Por qué no me lo dijiste tú? —le pregunté.

—Tenía miedo de perder tu amistad… y ahora ya la perdí igual —respondió ella entre sollozos.

Salí del café sintiéndome más sola que nunca. La confianza es como un vaso: una vez roto, aunque lo pegues mil veces, siempre quedan grietas.

Volví a casa y encontré a Andrés sentado en el patio trasero, mirando las estrellas como hacía cuando recién nos casamos y soñábamos con tener una familia grande.

Me senté a su lado sin decir nada. Él tomó mi mano con cuidado, como si temiera romperme aún más.

—¿Podremos salir adelante después de esto? —le pregunté finalmente.

Él no respondió enseguida. Solo apretó mi mano más fuerte.

Han pasado semanas desde aquella noche en que todo cambió. A veces creo que podemos sanar; otras veces siento que el dolor es demasiado grande para seguir juntos. Pero miro a mis hijos dormir y sé que debo intentarlo al menos una vez más.

¿Vale la pena luchar por una familia rota? ¿O hay heridas que nunca sanan del todo? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?