Entre Sombras y Raíces: La Historia de una Madre Invisible

—Señora, ¿la mamá de la niña está afuera? Aquí solo atendemos a los padres —me dijo el joven del mostrador, sin levantar la vista de sus papeles.

Sentí que la sangre me hervía. Mi hija, Valentina, apretó mi mano con fuerza, como si supiera que algo no estaba bien. Miré al muchacho, con su camisa azul del Registro Civil, y le respondí con la voz temblorosa pero firme:

—Yo soy la mamá.

Él me miró por fin, con una mezcla de sorpresa y duda. Sus ojos recorrieron mi piel morena, mi cabello negro recogido en una trenza apretada, mi ropa sencilla. Luego miró a Valentina, de piel clara y ojos verdes, tan parecida a su papá. Sentí las miradas de las otras personas en la fila clavándose en mi espalda. Un murmullo apenas audible recorrió la sala.

No era la primera vez. Desde que Valentina nació, todos asumían que yo era la niñera. En el parque, las otras madres me preguntaban cuánto cobraba por cuidar niños. En la escuela, las maestras me hablaban en diminutivos: “¿Y la mamita de Valentina no pudo venir hoy?” Y ahora, aquí, en el Registro Civil de Puebla, me negaban el derecho a tramitar los papeles de mi propia hija.

—¿Tiene usted algún documento que lo compruebe? —insistió el joven.

Saqué mi credencial de elector y el acta de nacimiento de Valentina. Él los revisó con desconfianza, como si esperara encontrar una trampa. Finalmente, me devolvió los papeles y me indicó que pasara al siguiente módulo. Caminé con la cabeza alta, pero por dentro sentía un nudo en el estómago.

Esa noche, cuando llegamos a casa, mi esposo Rodrigo me notó callada. Estaba preparando café en la cocina cuando se acercó.

—¿Otra vez te confundieron con la niñera? —preguntó en voz baja.

Asentí. Él suspiró y me abrazó por detrás.

—No les hagas caso, amor. La gente es ignorante.

Pero no era tan fácil. No podía simplemente ignorar las miradas, los comentarios, la sensación constante de no pertenecer. Mi suegra, doña Teresa, nunca perdió oportunidad para recordarme que Rodrigo “podía haber elegido mejor”. Cuando nació Valentina y vieron que era tan blanca como su padre, doña Teresa bromeó delante de todos:

—¡Mira nada más! Salió igualita a los González. Qué bueno que no sacó lo prietito de su mamá.

Me reí nerviosa, pero por dentro sentí que me arrancaban un pedazo del alma.

Con el tiempo, aprendí a ponerme una coraza. Pero cada vez que alguien asumía que yo era la empleada y no la madre, esa armadura se agrietaba un poco más. Empecé a dudar de mí misma: ¿Sería cierto lo que decían? ¿Valentina estaría mejor con otra madre? ¿Por qué tenía que justificar mi lugar en mi propia familia?

Un día, Valentina llegó llorando del colegio. Tenía ocho años.

—Mamá, ¿por qué dicen que tú no eres mi mamá? Que tú eres muy diferente a mí…

Me arrodillé frente a ella y le limpié las lágrimas.

—¿Quién te dijo eso?

—Las niñas del salón. Dicen que tú eres la señora que limpia casas…

Sentí rabia e impotencia. ¿Cómo le explicas a una niña que el mundo puede ser cruel solo por cómo te ves?

Esa noche discutí con Rodrigo. Le pedí que hablara con su madre y pusiera límites. Él se molestó.

—No exageres, Mariana. Mi mamá es así, pero te quiere…

—¡No! No me quiere. Me tolera porque soy la madre de su nieta. Pero nunca me ha aceptado como parte de su familia.

Rodrigo se fue a dormir al sillón esa noche. Yo lloré en silencio hasta quedarme dormida junto a Valentina.

Pasaron los años y las cosas no mejoraron mucho. Conseguí un trabajo como maestra en una primaria pública. Ahí también sentí el peso del prejuicio: los padres de familia preferían a las maestras “más presentables”, las que parecían salidas de una telenovela. A mí me tocaban los grupos más difíciles, los niños más pobres.

Pero ahí encontré algo inesperado: respeto y cariño genuino de mis alumnos. Ellos no veían mi color de piel ni mis rasgos indígenas; veían a alguien que los escuchaba y creía en ellos. Empecé a sentirme útil y valiosa otra vez.

Un día, durante una reunión familiar, doña Teresa hizo su comentario habitual sobre lo “bonita” que había salido Valentina “a pesar” de mí. Esta vez no me quedé callada.

—Doña Teresa —le dije mirándola a los ojos—, Valentina es hermosa porque es mezcla de todos nosotros. Y yo soy su madre, aunque a usted le cueste aceptarlo.

Hubo un silencio incómodo. Rodrigo me tomó la mano debajo de la mesa. Por primera vez sentí que él estaba realmente de mi lado.

Esa noche Valentina se acercó a mí mientras lavaba los trastes.

—Mamá… yo sí quiero parecerme a ti cuando sea grande.

La abracé fuerte y lloré sin vergüenza.

Hoy Valentina tiene quince años. Es una joven segura y orgullosa de sus raíces. Yo sigo luchando cada día contra los prejuicios, pero ya no lo hago sola: ahora tengo una hija que me defiende y una familia que aprendió a ver más allá del color de piel.

A veces me pregunto: ¿Cuántas madres como yo siguen siendo invisibles en sus propias casas? ¿Cuándo aprenderemos a vernos realmente unos a otros?