El cumpleaños de mi hija y el silencio de mi soledad
—No vayas a aparecerte, mamá. Por favor, no quiero problemas con Julián —me dijo Mariela por teléfono, su voz temblando entre la culpa y la firmeza.
Me quedé en silencio, apretando el auricular con una mano temblorosa. Afuera, la primavera apenas asomaba en el jardín de mi casa en las afueras de Mendoza. Tenía sesenta años y, aunque la vida me había dado golpes más duros, ese rechazo me dolía como si fuera la primera vez que sentía frío en el alma.
—¿Ni siquiera un ratito? —susurré, esperando que la ternura de mi voz le recordara los años en que era yo quien le preparaba las tortas de cumpleaños, quien le tejía los vestidos y le cantaba bajito para que no tuviera miedo a la tormenta.
—No, mamá. Julián no quiere. Dice que… que no es buena idea. —Y colgó antes de que pudiera preguntarle si era ella o él quien realmente no quería verme.
Me quedé sentada en la cocina, mirando la foto de mi difunto esposo, Ernesto. Murió cuando Mariela tenía apenas nueve años. Desde entonces, fui madre y padre, sostén y consuelo. Trabajé en la panadería del barrio hasta que la artrosis me obligó a dejarlo. Desde hace tres años no tengo trabajo fijo; sobrevivo con una pensión mínima y la ayuda esporádica de mi hermana Lucía.
Mariela era una niña dulce, siempre dispuesta a ayudarme. Recuerdo cómo corría a abrazarme cuando llegaba cansada del trabajo, cómo me preguntaba si necesitaba algo. Era aplicada en la escuela, nunca me dio problemas. Pero todo cambió cuando conoció a Julián.
Él venía de una familia acomodada de San Rafael. Su madre, doña Teresa, nunca ocultó su desprecio por mí: «Una mujer sola, sin marido ni carrera… ¿qué puede enseñarle a mi hijo?». Mariela se enamoró perdidamente y yo, por miedo a perderla, acepté todo: las miradas de reojo, los comentarios hirientes en las reuniones familiares, incluso el distanciamiento progresivo de mi hija.
El primer año de casados aún me llamaba cada semana. Después, las llamadas se hicieron mensuales. Ahora, sólo me busca cuando necesita algo: una receta, un consejo sobre remedios caseros para los nietos que apenas conozco.
El día de su cumpleaños me levanté temprano. Preparé una torta de naranja —su favorita desde niña— y la decoré con azúcar glasé y ralladura de limón. La puse en una caja con un lazo azul y caminé hasta la parada del colectivo para llevársela. No pensaba entrar ni quedarme; sólo quería dejarle ese pedacito de amor en la puerta.
Al llegar a su casa, vi globos y risas detrás de las ventanas. Me escondí tras un árbol cuando vi salir a Julián con su madre. Escuché cómo ella decía:
—¿Y si aparece tu madre? Sabes que no quiero escenas hoy.
Julián resopló:
—Le dije a Mariela que se lo dejara claro. Si viene, yo mismo le cierro la puerta.
Sentí un nudo en la garganta. Me acerqué sigilosamente y dejé la caja sobre el felpudo. Toqué el timbre y salí corriendo antes de que alguien pudiera verme.
Caminé sin rumbo por las calles del barrio. Recordé los cumpleaños pasados: Mariela soplando las velitas rodeada de sus amiguitos; Ernesto cargándola en brazos; yo riendo mientras limpiaba el chocolate del mantel. ¿En qué momento nos perdimos?
Al volver a casa encontré un mensaje en mi celular:
«Gracias por la torta, mamá. Pero te dije que no vinieras».
No había un solo emoji, ni un «te quiero», ni siquiera un «perdón».
Esa noche llamé a Lucía. Le conté todo entre sollozos.
—Vos siempre fuiste demasiado buena con ella —me dijo—. Pero los hijos crecen y a veces se olvidan de dónde vienen.
—¿Crees que hice mal? ¿Que fui mala madre?
—No, hermana. Pero a veces el amor no basta para curar el orgullo ajeno.
Pasaron los días y Mariela no volvió a llamar. Me enteré por una vecina que subió fotos al Facebook: todos sonrientes alrededor de la torta que yo había hecho. Nadie mencionó mi nombre.
Una tarde lluviosa, mientras tejía un suéter para mi nieto Tomás —al que sólo vi dos veces—, recibí una llamada inesperada.
—Mamá… —era Mariela, llorando—. ¿Podés venir? Julián se fue de casa después de una pelea horrible con su madre. No sé qué hacer…
Corrí bajo la lluvia hasta su casa. La encontré deshecha, abrazando a sus hijos en el sofá.
—Perdóname —susurró—. Fui una tonta al alejarme de vos…
La abracé fuerte, sintiendo cómo el tiempo perdido nos pesaba sobre los hombros.
Esa noche cociné para ella y los chicos como en los viejos tiempos. Hablamos hasta tarde sobre Ernesto, sobre los sueños rotos y las heridas abiertas por el orgullo y el miedo al qué dirán.
Mariela me miró con lágrimas en los ojos:
—¿Podrás perdonarme algún día?
Le acaricié el cabello como cuando era niña:
—Siempre te voy a perdonar, hija. El amor de madre es así: nunca se acaba.
Ahora escribo esto mientras escucho reír a mis nietos en el patio. No sé si algún día volveremos a ser como antes, pero aprendí que el silencio duele más que cualquier palabra dura.
¿Hasta cuándo dejamos que el orgullo nos robe lo más valioso? ¿Cuántas madres y padres viven este mismo dolor en silencio? Los leo…