Entre el amor y la ausencia: la carta que cambió mi vida

—¿Por qué ahora, Majo? ¿Por qué después de tantos años?— murmuré, apretando la carta contra mi pecho, mientras veía a los hijos de la vecina correr descalzos por el patio polvoriento. El calor de la tarde en San Miguel de Tucumán se pegaba a mi piel como una culpa vieja. La letra de Majo era inconfundible, temblorosa pero firme: “Dora, vení. Tenemos que hablar. Agustina está muy enferma. Majo.”

Cuarenta años habían pasado desde que nos juramos lealtad en la secundaria, cuando compartíamos secretos en la plaza Independencia y soñábamos con cambiar el mundo. Pero el mundo nos cambió a nosotras primero. Y ahora, esa carta era como un eco lejano de todo lo que no dijimos, de todo lo que callamos.

Me senté en la cama, con la carta abierta sobre las piernas. El ventilador giraba lento, como si también dudara en avanzar. Mi esposo, Ernesto, estaba en el taller arreglando la moto; mis hijos ya no vivían conmigo. El silencio era tan pesado como mi corazón.

Recordé la última vez que vi a Agustina. Fue en el casamiento de Majo, hace más de quince años. Nos abrazamos fuerte, pero había algo roto entre nosotras. Algo que nunca se reparó.

—¿Te acordás cuando decíamos que nada nos iba a separar?— me preguntó Agustina esa noche, con una sonrisa triste.

—Sí… pero la vida es otra cosa— respondí, sin mirarla a los ojos.

No hablamos más. Después supe que se fue a vivir a Salta y que casi no salía de su casa. Majo me contaba poco: “Agus está rara”, decía. Yo asentía, pero nunca pregunté más.

Ahora Majo me pedía que volviera. ¿Para qué? ¿Para enfrentar lo que pasó? ¿Para pedir perdón?

Esa noche no dormí. El ventilador seguía girando y yo repasaba cada momento, cada palabra no dicha. Me pregunté si alguna vez fui realmente feliz o si siempre estuve huyendo de lo que sentía.

Al día siguiente, Ernesto me encontró preparando una valija pequeña.

—¿A dónde vas?— preguntó, limpiándose las manos con un trapo.

—A Tucumán… Agustina está enferma. Majo me escribió— respondí, sin mirarlo.

Él asintió en silencio. Sabía que no podía detenerme.

El viaje en colectivo fue largo y polvoriento. Miraba por la ventana los cañaverales y pensaba en nosotras tres: las inseparables del barrio Sur. Recordé cómo Majo siempre fue la mediadora, la que calmaba nuestras peleas; Agustina, la soñadora; y yo… yo era la que siempre tenía miedo de perderlas.

Cuando llegué a la casa de Majo, ella me abrazó fuerte. Sentí su perfume a jazmín y lágrimas calientes en mi cuello.

—Gracias por venir, Dora… Agus te necesita— susurró.

Entramos al cuarto donde Agustina dormía. Estaba pálida, con los ojos hundidos y el cabello canoso desordenado sobre la almohada.

—Dora…— murmuró al verme, con una voz apenas audible.

Me senté a su lado y le tomé la mano. Sentí un temblor recorrerme el cuerpo.

—Perdón…— dije sin pensarlo.

Ella sonrió débilmente.

—No hay nada que perdonar… o sí… pero ya no importa— respondió, cerrando los ojos.

Majo salió del cuarto y nos dejó solas. El silencio era incómodo, pero necesario.

—¿Por qué nunca volviste a buscarme?— preguntó Agustina de repente.

No supe qué decirle. La verdad era simple y dolorosa: tenía miedo. Miedo de enfrentar lo que sentía por ella; miedo de perder a Majo; miedo de quedarme sola.

—No podía… tenía miedo— confesé al fin.

Agustina apretó mi mano con fuerza inesperada.

—Yo también te quise mucho… pero vos querías a Majo— susurró.

Sentí un nudo en la garganta. Era cierto: durante años amé en silencio a Majo, mi mejor amiga, la hermana que elegí. Pero ella nunca lo supo… o tal vez sí. Y Agustina lo supo antes que yo misma.

—Nunca supe cómo decirlo… ni a vos ni a ella— admití entre lágrimas.

Agustina sonrió otra vez, con esa ternura que siempre tuvo para mí.

—La vida no es justa, Dora… pero todavía estamos acá. No te vayas sin despedirte esta vez— pidió.

Pasé los días siguientes junto a ella y Majo. Hablamos poco, pero compartimos silencios llenos de recuerdos: las tardes en el río Salí, los carnavales en Tafí Viejo, las noches de mate y confidencias bajo las estrellas.

Una tarde, mientras Majo preparaba café en la cocina, me acerqué a ella.

—¿Por qué me llamaste ahora?— le pregunté.

Majo dejó la cuchara sobre la mesa y me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Porque Agus te necesita… y porque yo también necesitaba verte. Siempre supe lo que sentías por mí… pero nunca quise lastimarte ni perderlas a ustedes dos— confesó.

Sentí un alivio extraño al escuchar esas palabras. Como si por fin pudiera soltar el peso de tantos años de silencio.

Esa noche nos sentamos las tres en el patio, bajo un cielo estrellado como los de nuestra adolescencia. Agustina tomó nuestras manos y susurró:

—Gracias por estar acá… aunque sea tarde.

Lloramos juntas, sin vergüenza ni reproches. Por primera vez en mucho tiempo sentí paz.

Agustina murió dos semanas después. La despedimos en una ceremonia sencilla, rodeadas de amigos y familiares del barrio. Majo y yo nos abrazamos largo rato frente al cajón cerrado, sabiendo que algo terminó pero también algo empezó entre nosotras: el perdón.

Volví a casa con el corazón más liviano y una pregunta rondando mi mente: ¿Cuántas veces dejamos pasar el amor o la amistad por miedo? ¿Cuántas veces callamos lo esencial hasta que es demasiado tarde?

¿Y ustedes? ¿Se animarían a decirle hoy a alguien lo que sienten antes de perderlo para siempre?