Cuando el alma se cansa: la historia de Mariana

—¿Otra vez llegaste tarde, Mariana? —la voz de mi esposo, Ernesto, retumba en la cocina, mezclándose con el ruido de la licuadora y el llanto de mi hija menor.

No contesto. Dejo la bolsa del supermercado sobre la mesa y me seco el sudor de la frente con el dorso de la mano. Afuera, el calor de Ciudad de México es asfixiante, pero aquí adentro la presión es peor. Miro a Ernesto, sentado frente a la computadora, sin levantar la vista. Los niños pelean por el control remoto y mi madre, que vive con nosotros desde que papá murió, me llama desde su cuarto porque no encuentra sus pastillas.

Tengo 47 años y siento que la vida se me escapa entre los dedos. No soy vieja, pero tampoco joven. No soy abuela, pero ya no tengo la energía de antes. Trabajo ocho horas en una oficina gris, donde apenas me saludan. Luego corro a casa para convertirme en cocinera, enfermera, psicóloga, maestra y esposa. Me pregunto cuándo fue la última vez que alguien me preguntó cómo estoy.

—Mamá, ¿dónde están mis tenis? —grita Emiliano desde el pasillo.

—En tu cuarto, donde siempre los dejas —respondo sin pensar.

—¡No están! —insiste.

Respiro hondo y cuento hasta diez. Me prometí no gritar hoy, pero siento que voy a explotar. Camino hacia el cuarto de Emiliano y encuentro los tenis debajo de su cama. Se los lanzo sin decir nada. Él ni siquiera me mira.

Regreso a la cocina y veo a Ernesto teclear furioso en su laptop. Me acerco y le pregunto si quiere cenar algo especial.

—Lo que sea —responde sin apartar la vista de la pantalla.

En ese momento siento una punzada en el pecho. No es física; es como si algo dentro de mí se rompiera un poco más. Recuerdo cuando Ernesto y yo nos reíamos juntos, cuando soñábamos con viajar o simplemente caminar por el parque tomados de la mano. Ahora solo hablamos de cuentas, tareas y problemas.

Mi madre me llama otra vez. Entro a su cuarto y la encuentro sentada en la cama, con los ojos llenos de lágrimas.

—No quiero ser una carga, hija —me dice en voz baja.

Me arrodillo frente a ella y le tomo las manos.

—No eres una carga, mamá. Solo estoy cansada —le susurro, aunque sé que ambas sabemos que no es tan simple.

A veces sueño con desaparecer unos días. Irme sola a algún lugar donde nadie me conozca ni me pida nada. Pero luego recuerdo que nadie más puede hacer lo que yo hago aquí. Nadie conoce las medicinas de mamá, ni las alergias de Emiliano, ni los gustos de Camila para cenar. Nadie sabe cómo calmar a Ernesto cuando está estresado por el trabajo.

En el trabajo tampoco es diferente. Mi jefa, Patricia, siempre espera más de mí porque «las mujeres somos multitask». Mis compañeras fingen admirar mi capacidad para equilibrar todo, pero sé que detrás de sus sonrisas hay compasión o lástima.

Un día, mientras espero el camión para regresar a casa, veo mi reflejo en una ventana. No reconozco a la mujer ojerosa y encorvada que me mira. ¿Cuándo dejé de ser Mariana para convertirme solo en «la mamá», «la hija», «la esposa»?

Esa noche, después de acostar a los niños y darle las medicinas a mamá, me encierro en el baño y lloro en silencio. No quiero preocupar a nadie. Me miro al espejo y me obligo a sonreír, aunque sea por unos segundos.

Al día siguiente todo se repite: trabajo, tráfico, compras, deberes domésticos. Pero algo dentro de mí cambia cuando Camila se acerca mientras lavo los trastes.

—Mamá, ¿estás triste? —me pregunta con esos ojos grandes que heredó de mí.

Me quedo paralizada. Nadie me había preguntado eso en años.

—Un poco —le digo sinceramente.

Camila me abraza fuerte y siento una mezcla de alivio y culpa. ¿Qué ejemplo le estoy dando? ¿Que las mujeres debemos cargar con todo hasta rompernos?

Esa noche decido hablar con Ernesto. Espero a que termine su llamada del trabajo y le pido cinco minutos para hablar.

—¿Qué pasa? —pregunta sin mucho interés.

—Estoy cansada, Ernesto. Siento que todo recae sobre mí y ya no puedo más —le digo con voz temblorosa.

Él suspira y se pasa la mano por el cabello.

—Todos estamos cansados, Mariana. Así es la vida —responde encogiéndose de hombros.

Siento rabia e impotencia. ¿Así es la vida? ¿De verdad esto es todo lo que nos espera?

Esa noche no duermo. Pienso en mis amigas: algunas divorciadas, otras solteras por elección, otras igual de cansadas que yo pero calladas por miedo o costumbre. Pienso en mi madre y en cómo ella también se sacrificó toda su vida por nosotros sin pedir nada a cambio.

Al día siguiente decido hacer algo diferente: llamo a mi amiga Lucía y le pido que salgamos a tomar un café después del trabajo. Hace años que no hago algo solo para mí. Cuando llego al café y veo a Lucía esperándome con una sonrisa sincera, siento ganas de llorar otra vez.

—¿Cómo estás? —me pregunta Lucía mientras me sirve café.

—Cansada —respondo—. Pero hoy quiero hablar de otra cosa. Quiero recordar quién era yo antes de convertirme en todo para todos menos para mí misma.

Lucía asiente y comenzamos a hablar de nuestras viejas aventuras universitarias, de sueños olvidados y risas perdidas. Por primera vez en mucho tiempo siento un poco de alivio.

Esa noche llego a casa más tranquila. Los problemas siguen ahí: mamá necesita ayuda para dormir, los niños pelean por cualquier cosa y Ernesto sigue distante. Pero yo he cambiado un poco por dentro. Decido buscar ayuda profesional; llamo a una psicóloga recomendada por Lucía y hago una cita para la próxima semana.

No sé si esto será suficiente para recuperar mi alegría o si solo será un parche temporal. Pero al menos hoy hice algo por mí misma.

Antes de dormir, me miro al espejo y me hago una pregunta:

¿Hasta cuándo vamos a seguir cargando solas con todo? ¿Cuándo aprenderemos a pedir ayuda sin sentirnos culpables?