¿Hasta cuándo tengo que ser la mamá de mi esposo?

—¿Todavía estás dormida, Mariana? ¡Ya deberías estar preparando el desayuno para Misael! —la voz de doña Rosa retumbó en mi celular como una campana de iglesia en domingo. Eran las seis y media de la mañana y yo apenas lograba abrir los ojos. Sentí una punzada en el pecho, una mezcla de rabia y cansancio acumulado.

Miré a mi lado. Misael seguía roncando, ajeno al mundo, con la boca entreabierta y una pierna fuera de la sábana. Me pregunté, no por primera vez, cómo llegué a este punto: convertida en la niñera de un hombre de treinta y cinco años, mientras su madre me daba órdenes desde su casa en Ecatepec.

—Sí, doña Rosa, ya me levanto —mentí, tragando saliva. Colgué antes de que pudiera decirme algo más. Me quedé sentada en la cama, mirando el techo manchado de humedad. Recordé cuando Misael y yo nos conocimos en la universidad: era gracioso, siempre tenía una historia para hacerme reír. Pero ahora… ahora solo era un adulto que esperaba que yo resolviera todo.

Me levanté y fui a la cocina. El refrigerador estaba casi vacío; ayer le pedí a Misael que comprara huevos y pan, pero se le «olvidó» porque se quedó jugando FIFA con sus amigos hasta las dos de la mañana. Abrí el WhatsApp y vi su último mensaje: «Amor, ¿puedes dejarme listo el lonche para mañana? Tengo junta temprano». Ni siquiera un «gracias».

Mientras preparaba café con lo poco que quedaba, escuché pasos pesados detrás de mí.

—¿Ya está el desayuno? —preguntó Misael, frotándose los ojos.

—No hay huevos —respondí sin mirarlo—. Te pedí que compraras ayer.

—Ay, se me fue el avión. ¿No puedes hacerme unos chilaquiles con lo que haya? —dijo, sentándose frente al televisor.

Sentí cómo se me apretaba la garganta. No era solo el desayuno. Era todo: pagar las cuentas, limpiar la casa, recordarle sus citas médicas, lidiar con su madre llamando cada mañana para asegurarse de que «su niño» estuviera bien atendido.

Recordé la última vez que discutimos. Yo le reclamé por no ayudar en casa y él me dijo: «Es que tú eres mejor para esas cosas». Como si ser mujer fuera sinónimo de ser sirvienta.

Ese día, después del desayuno improvisado, Misael se fue al trabajo sin despedirse. Yo me quedé recogiendo los platos sucios y pensando en mi vida. ¿Esto era lo que quería? ¿Ser invisible? ¿Ser solo un apéndice de alguien más?

Esa noche, mientras él veía fútbol con una cerveza en la mano, intenté hablarle.

—Misael, tenemos que hablar —dije, sentándome a su lado.

—¿Ahora qué pasó? —respondió sin apartar la vista del televisor.

—No puedo seguir así. Siento que soy tu mamá, no tu pareja. No ayudas en nada, todo recae sobre mí…

—Ay, Mariana, ya vas a empezar con tus dramas. Si no te gusta, pues vete —dijo encogiéndose de hombros.

Me quedé helada. No era la primera vez que lo decía, pero esta vez sonó diferente. Como si realmente no le importara perderme.

Esa noche lloré en silencio. Pensé en mis sueños: quería estudiar una maestría, viajar por Sudamérica, tener una vida propia. Pero ahí estaba yo, atrapada en una rutina asfixiante.

Al día siguiente, doña Rosa volvió a llamar temprano.

—¿Ya le diste su medicina a Misael? Recuerda que se le olvida…

—Doña Rosa —interrumpí—, Misael ya es un adulto. Puede cuidarse solo.

Hubo un silencio incómodo al otro lado de la línea.

—No entiendo por qué te pones así… Yo solo quiero lo mejor para mi hijo.

Colgué sin responderle. Sentí una fuerza nueva dentro de mí. Fui al clóset y empecé a meter mi ropa en una maleta. Cada prenda era un recuerdo: la blusa que usé en nuestra primera cita; el vestido que llevé al cumpleaños de su mamá; los jeans manchados de pintura cuando arreglamos juntos el departamento… ¿Dónde quedó esa pareja?

Misael llegó temprano esa tarde.

—¿Por qué tienes la maleta ahí? —preguntó frunciendo el ceño.

—Me voy —dije con voz firme—. No puedo seguir viviendo así. No soy tu mamá ni tu sirvienta.

Se quedó callado unos segundos y luego soltó una risa nerviosa.

—¿De verdad vas a dejar todo por una tontería?

—No es una tontería —respondí—. Es mi vida.

Me miró como si no entendiera nada. Y tal vez nunca lo entendería.

Salí del departamento con el corazón hecho trizas pero sintiéndome más ligera que nunca. Caminé por las calles llenas de vendedores ambulantes y niños jugando fútbol entre los coches estacionados. El aire olía a tortillas recién hechas y a esperanza.

Esa noche dormí en casa de mi hermana Paulina. Me abrazó fuerte y me dijo:

—Te admiro por tener el valor de irte. Muchas aguantan toda la vida por miedo o por costumbre.

Lloré otra vez, pero esta vez fue distinto: lloré por todo lo que había perdido… y por todo lo que estaba a punto de ganar.

Han pasado tres meses desde entonces. Al principio fue difícil: extrañaba algunas cosas buenas de Misael y sentía culpa por dejarlo solo con su madre controladora. Pero poco a poco fui recuperando mi voz, mis sueños y mi alegría.

Ahora estudio por las tardes y trabajo medio tiempo en una cafetería del centro. A veces veo parejas jóvenes entrar tomadas de la mano y me pregunto si alguna vez volveré a confiar en alguien así. Pero ya no tengo miedo: aprendí que nadie puede llenar mis vacíos más que yo misma.

A veces doña Rosa me llama para reclamarme o para decirme que Misael está muy triste sin mí. Yo solo escucho en silencio y cuelgo sin remordimientos.

Hoy me miro al espejo y veo a una mujer distinta: más fuerte, más libre, más viva.

¿Hasta cuándo vamos a cargar con hombres que no quieren crecer? ¿Cuántas Marianas hay allá afuera esperando el valor para soltar lo que les pesa? ¿Y tú… qué harías si estuvieras en mi lugar?